He desarrollado en los últimos tiempos una afición
por la cocina, sus preparaciones y sus ingredientes que pudiera ser señal de dos cosas: una, que
me estoy poniendo vieja y ya quedaron atrás los días en que me parecía un manjar
un perro caliente a las dos de la mañana, o dos, que me he amoldado totalmente
a la forma de ser de mi pareja, amante de la gastronomía y todo lo que esto
conlleva.
Esto no quiere decir mi relación con la cocina sea
nueva, siempre me ha gustado y creo que lo hago bien. Cocino cuando estoy feliz,
porque al igual que describía a Tita Laura Esquivel en su libro Como Agua para Chocolate, pienso que la relación con esta actividad es tan mágica que
permite que quien la ejerce le transmita sus energías y sentimientos al plato
que está cocinando. Así que siempre he tenido como amuleto de cocina la
sonrisa, esa que me hizo crear un magnifico pan de cerveza en mi etapa
universitaria, hacer las mejores tortas de jojoto que mis amigos hayan podido
probar, las costillas de cerdo que
siempre recuerdan mis comensales o aquella ensalada a la que mi familia llama
pichaque, pero que realmente no sé si ese será su nombre y que acomodaba mi abuelita en las parrilladas
que le encargaban sus clientes. Hoy no cocino mucho, el trabajo y otros
sentimientos me han alejado de los fogones, pero si estoy en contacto con
muchos chef, con muchos platos y veo por lo menos siete programas diferentes de
cocina, para aprender de televisión y para aprender de gastronomía.
Disfrutando hace poco de Master Chef España, uno de
los realitys que más llaman mi atención porque cumple con todos aquellos ítems que
se propone un espacio televisivo que busca enganchar a la audiencia para al
final lograr un alto rating que se traduce en decenas de anunciantes, se me
quedó grabada una frase dicha por el chef Juan Mari Arzak “la época del hambre”.
El capítulo en cuestión pretendía que los aspirantes a obtener el título de
Master Chef cocinaran un plato único y
delicioso con restos de comida, con las sobras. Arzak, a quien llamaron los
jueces, el padre de la gastronomía española les explicaba a los concursantes que
cocinar con desechos era una de las premisas de un buen chef, donde se
sabría de qué madera estaba hecho. A esto él lo llamó “cocina de
aprovechamiento”. Lo que me transportó nuevamente al país donde vivo,
Venezuela, donde por lo menos en los últimos dos años eso es lo que ha tratado
de hacer el venezolano, aprovechar lo que hay para cocinarlo.
La historia del hambre en España narra las diversas
consecuencias que provocaron carencia de alimentos básicos producto de la devastadora Guerra Civil que
acababa de vivir ese país en los años cuarenta del siglo XX. Los relatos son
dolorosos pero nada extraños, pudieran ser coincidentes con cualquier realidad.
Durante esos años la interrupción en la cadena agrícola y la de distribución
trajo como consecuencia la carestía, lo que obligó, según las estadísticas de
la época a emigrar a unos 300.000 españoles de sus tierras. Relatan los libros
que en 1939 se implantó un racionamiento de alimentos para la población que muy
pronto se descubrió carecía del valor nutritivo necesario para la subsistencia
del ser humano. Además este suministro era irregular e imprevisible, pues
durante semanas se surtía de, por ejemplo, aceite, bacalao y jabón, y otras de
sopa, azúcar y huevos. Esto trajo como consecuencia algo llamado el estraperlo que
era un comercio ilegal de artículos intervenidos al que solo un grupo tenía
acceso. Lo cierto de toda esta historia es que los españoles aprendieron que
con las conchas de papa podían preparar un plato digno de colocar en la carta de cualquier restaurante y con ratas de campo un
festín. En 1938 Ignási Domench i Puigercos, gastrónomo y editor catalán publicó
un documento llamado “Cocina de Recursos”, lo que fue considerado como
un clásico de subsistencia donde se demuestra que a falta de medios, la imaginación y el ingenio
son capaces de hacer milagros.
Este relato me trajo nuevamente a mi realidad,
porque estaba en el supermercado y no había carne, o pollo, sólo riñonada de
cerdo, chivo y sardinas. Nada de lo que comúnmente el venezolano considerara
como un plato decente en su mesa. Recordé entonces que yo si me crié con esos
sabores. Cuando la franja de los treinta se hace muy estrecha, comienzas a
recordar tu vida, como si ya fueras en cuenta regresiva. Cuando estás en los
veinte miras hacia adelante, levantas los brazos y gritas desenfrenado; veinte
años después se ve hacia atrás con nostalgia, se valora lo que antes no y se
recuerda, lo obvio. Para mí lo obvio es que conviví de cerca con esa cocina del
aprovechamiento; del lugar donde vengo, había que utilizar todo. Mi papá por
costumbre y crianza nos preparaba desde pequeños, y aun cuando ya nos habíamos
venido a vivir a Venezuela, hígado, riñón,
corazón y cualquier otro órgano de la vaca, cangrejo los fines de semana, calentado
para los desayunos (esas son las sobras de la comida del día anterior revuelta
y preparada con huevo frito). Mi abuela en Colombia, cada noche aparecía
justo a las diez en la esquina de la casa con un paquete en sus manos, una
bolsa que resguardaba una gran olla de aluminio y que abría al legar a la
cocina. En ella las sobras del restaurante donde trabajaba, con estas hacía la
cena de siete hijos y tres nietos, mis hermanos
yo que vivíamos en Venezuela veíamos la escena solo en temporada
vacacional, nos parecía rico probar retazos de sobre barriga, trozos de yuca,
papa y mucho arroz. Tiempo después comprendí que eso formaba parte de la situación
económica con la que convivían mis tíos y que esa era su dieta diaria. Mi
abuela en la década del setenta fue dueña junto a mi abuelo de uno de los
restaurantes más conocidos de la ciudad de Cúcuta en Colombia, un local que
dibujaba pinceladas de las nacionalidades de ambos en sus platos. Parrilla uruguaya
hacía Lauro Rodríguez en las brasas y Neyla García dejaba colar los olores de
sus fríjoles en los fogones. La mala suerte hizo que el patriarca de la familia
nos dejara muy temprano, tanto que ni yo que soy la nieta mayor lo conociera. Se
perdió entonces todo y si antes fue gerente, años después se desempeñó como
cocinera de una fonda para criar a sus hijos y poder llevarles un plato de
comida en las noches. Esa era su época del hambre.
En Venezuela no se reparaba, se sustituía, las vísceras
eran comida de perro, los cortes de lomito, milanesas de pollo y filetes de
curvina eran parte de la compra de una familia de clase media. Si le preguntabas
a una miss venezolana cual era el plato típico del país, no dudaba en contestar
que este era el pabellón, sólo alguna “creativa” se aventuraba a afirmar que se
trataba de la “ropa vieja”. La confusión
pudiera ser válida, la mezcla de culturas en este país sobrepasaba sus propios
límites; cuando otras naciones estaban en guerra, aquí había bonanza petrolera.
Italianos, españoles, portugueses, ecuatorianos, peruanos, colombianos llegaron
en diferentes periodos. Siempre fueron recibidos con los brazos abiertos, y de
esta forma se adoptaron culturas y se absorbieron gastronomías. Tanto que por
un momento se olvidó la propia. Esa que desde finales de la década del ochenta
investigadores como José Rafael Lovera se propuso resaltar, esa que el chef Héctor
Romero llama la herencia. Alguna vez me dijo Sumito Estévez, cocinero
venezolano, que su generación se formó aprendiendo las técnicas de la cocina
francesa e italiana, que la aspiración de los chef consistía en preparar a la
perfección esos platos perdiéndose así los sabores propios. Por eso en la actualidad
se busca su reivindicación, se escarba en lo profundo de la memoria
gastronómica venezolana. Lo ha hecho Carlos García en su restaurante Alto donde
las estrellas y con mucho éxito son los espaguetis con sardinas, lo hace Helena
Ibarra que dice querer ser la embajadora de las carotas negras, lo expresa Mercedes
Oropeza con ese menú con visos de venezolanidad que ofrece cada día en su
restaurante Amapola, lo hace el mismo Sumito, enalteciendo el dulce de piñonate
que hacen las mujeres margariteñas, convirtiéndolo en bombón, pero reconociendo
que este no fuera nada sin la contribución de esas manos que hacen la mezcla.
Esa búsqueda de identidad ha despertado una nueva
generación de cocineros, jóvenes que son un cúmulo de conocimientos, buenos
maestros, banderas de siete estrellas, banderas de ocho estrellas, escudos con
caballos mirando a la derecha o a la izquierda, marchas, guarimbas, presos
políticos, pero sobre todo escases de los alimentos. Estos nuevos cocineros se
las tienen que ingeniar para presentar sus creaciones, para conseguir los
ingredientes; tal vez eso los ha orientado hacia la investigación, a mirar hacia
los primeros tiempos y a encontrar
probablemente una de las cocinas más ricas y amplias del continente americano. Eso
dice Harry Rivero, cocinero larense, orgulloso de pertenecer a las filas del
Centro de Estudios Gastronómicos. Se ha dedicado a recorrer Venezuela para
probar sus sabores personalmente. Su aprendizaje lo pone en práctica en el
restaurante la Cantata. La vista privilegiada que tiene de la ciudad de Caracas
y el amor por la cocina le han permitido dar rienda suelta a su creatividad. El menú
que ofrece se pasea por Venezuela y su historia, permitiéndole al comensal
disfrutar de una ensalada de mango. Dice Harry que no hay venezolano que no
haya comido uno por lo menos una vez en su vida, ese sabor remonta a la
infancia, a los juegos, a la casa de los abuelos. Hace honor Rivero al asado
negro, con esos toques dulces que le aporta el papelón. Le permite dar a conocer
a los más jóvenes el Juan Sabroso, un dulce de batata, coco y especias. Todo
esto lo prepara mirando hacia un molcajete herencia de su abuela, dos piedras
de rió que le recuerdan cuando comenzó a enamorarse de la cocina.
Pedro Castillo por su parte se propuso poner
nuevamente en el tapete la cocina cumanesa, preparaciones que tienen más de
cien años y que él piensa recolectar y poner a la orden de todos los chef que
deseen prepararlas. Con él conocí la olla playera, una sopa que asegura él es
oriunda de la primogénita del continente, que se hace con un caldo claro, un
guiso de ají dulce y cebolla, camarones y pescado frito. Castillo va por ahí
como predicador hablando de las bondades de la comida de su tierra, se siente
orgulloso de Sucre y por eso quiere que todos lo conozcan desde el paladar.
La historia gastronómica de Gabriel De Pablos lo lleva
a migrar a Maturín. Quería abrir un local con ciertas características que solo
esa ciudad y su economía con respecto a la capital de Venezuela le podían dar. La
suya es una propuesta que más que rescatar las recetas de las abuelas, pone en
primer plano los ingredientes. De Pablos trabaja con los productos que el
Estado Monagas le provee, lo hace por ejemplo con la siembra de Caripe que es maravillosa, grandes
pimentones, tomates frescos, el llano de este Estado le provee leche de primera
calidad, la que usa en sus postres. Lo que pretende es que la gente coma bien, que no
busque fuera lo que ya existe aquí adentro.
La experiencia de comer en Ajilao es como asistir a
una clase preparaciones caroreñas. Pizzas con caraotas y chivo, tostadas con
chorizo, postres con queso de cabra se muestran atrevidamente en su carta. Su chef,
Ramón Fernández no vacila en explicar que se trata de resaltar ingredientes que antes la gente
rechazaba por considerarlos económicos.
Hoy en día en este país, nada es
económico, la crisis nos ha enseñado además que todo es utilizable, nuestros
ancestros aprovecharon de la tierra todo lo que ella les daba, solo que en
alguna parte del camino tal vez pensamos que ellos se habían equivocado. Hace dos
años fui a la Guajira y viví una de las mejores experiencias de vida que pude
haber tenido. Con algunos miembros de la etnia wayuu quise pasar varios días
según sus normas de convivencia, compramos entonces un ovejo para alimentarnos,
de él comimos su carne asada y guisada, con la cabeza hicimos sopa, con sus órganos se preparó friche (vísceras fritas),
con su sangre rellenaron unas deliciosas arepas, su cuero finalmente se puso a secar para forrar
unos muebles. Eso me hizo darme cuenta que hacia allá vamos, a apreciar lo que
tenemos, a conservar las tradiciones, a reivindicar la nacionalidad a través de
la comida. Tal vez esta sea nuestra época del hambre, pero quizás se trate de una era
distinta. Con todo lo que he probado en mi recorrido por Venezuela, me he dado
cuenta que uno solo no hace la diferencia, pero estoy contenta porque son muchos los que tratan de hacerla.
Todas las foticos de esta entrada son tomadas por Raymar Velásquez (@raymarven)