domingo, 21 de junio de 2015

La Época del Hambre


He desarrollado en los últimos tiempos una afición por la cocina, sus preparaciones y sus ingredientes  que pudiera ser señal de dos cosas: una, que me estoy poniendo vieja y ya quedaron atrás los días en que me parecía un manjar un perro caliente a las dos de la mañana, o dos, que me he amoldado totalmente a la forma de ser de mi pareja, amante de la gastronomía y todo lo que esto conlleva.
Esto no quiere decir mi relación con la cocina sea nueva, siempre me ha gustado y creo que lo hago bien. Cocino cuando estoy feliz, porque al igual que describía a Tita Laura Esquivel en su libro Como Agua para  Chocolate, pienso que la relación con esta actividad es tan mágica que permite que quien la ejerce le transmita sus energías y sentimientos al plato que está cocinando. Así que siempre he tenido como amuleto de cocina la sonrisa, esa que me hizo crear un magnifico pan de cerveza en mi etapa universitaria, hacer las mejores tortas de jojoto que mis amigos hayan podido probar,  las costillas de cerdo que siempre recuerdan mis comensales o aquella ensalada a la que mi familia llama pichaque, pero que realmente no sé si ese será su nombre y  que acomodaba mi abuelita en las parrilladas que le encargaban sus clientes. Hoy no cocino mucho, el trabajo y otros sentimientos me han alejado de los fogones, pero si estoy en contacto con muchos chef, con muchos platos y veo por lo menos siete programas diferentes de cocina, para aprender de televisión y para aprender de gastronomía.
Disfrutando hace poco de Master Chef España, uno de los realitys que más llaman mi atención porque cumple con todos aquellos ítems que se propone un espacio televisivo que busca enganchar a la audiencia para al final lograr un alto rating que se traduce en decenas de anunciantes, se me quedó grabada una frase dicha por el chef Juan Mari Arzak “la época del hambre”. El capítulo en cuestión pretendía que los aspirantes a obtener el título de Master Chef  cocinaran un plato único y delicioso con restos de comida, con las sobras. Arzak, a quien llamaron los jueces, el padre de la gastronomía española les explicaba a los concursantes que cocinar con desechos era una de las premisas de un buen chef, donde se sabría de qué madera estaba hecho. A esto él lo llamó “cocina de aprovechamiento”. Lo que me transportó nuevamente al país donde vivo, Venezuela, donde por lo menos en los últimos dos años eso es lo que ha tratado de hacer el venezolano, aprovechar lo que hay para cocinarlo.
La historia del hambre en España narra las diversas consecuencias que provocaron carencia de alimentos básicos  producto de la devastadora Guerra Civil que acababa de vivir ese país en los años cuarenta del siglo XX. Los relatos son dolorosos pero nada extraños, pudieran ser coincidentes con cualquier realidad. Durante esos años la interrupción en la cadena agrícola y la de distribución trajo como consecuencia la carestía, lo que obligó, según las estadísticas de la época a emigrar a unos 300.000 españoles de sus tierras. Relatan los libros que en 1939 se implantó un racionamiento de alimentos para la población que muy pronto se descubrió carecía del valor nutritivo necesario para la subsistencia del ser humano. Además este suministro era irregular e imprevisible, pues durante semanas se surtía de, por ejemplo, aceite, bacalao y jabón, y otras de sopa, azúcar y huevos. Esto trajo como consecuencia algo llamado el estraperlo que era un comercio ilegal de artículos intervenidos al que solo un grupo tenía acceso. Lo cierto de toda esta historia es que los españoles aprendieron que con las conchas de papa podían preparar un plato digno de colocar en la carta de cualquier restaurante y con ratas de campo un festín. En 1938 Ignási Domench i Puigercos, gastrónomo y editor catalán  publicó  un documento llamado “Cocina de Recursos”, lo que fue considerado como un clásico de subsistencia donde se demuestra que a  falta de medios, la imaginación y el ingenio son capaces de hacer milagros.
Este relato me trajo nuevamente a mi realidad, porque estaba en el supermercado y no había carne, o pollo, sólo riñonada de cerdo, chivo y sardinas. Nada de lo que comúnmente el venezolano considerara como un plato decente en su mesa. Recordé entonces que yo si me crié con esos sabores. Cuando la franja de los treinta se hace muy estrecha, comienzas a recordar tu vida, como si ya fueras en cuenta regresiva. Cuando estás en los veinte miras hacia adelante, levantas los brazos y gritas desenfrenado; veinte años después se ve hacia atrás con nostalgia, se valora lo que antes no y se recuerda, lo obvio. Para mí lo obvio es que conviví de cerca con esa cocina del aprovechamiento; del lugar donde vengo, había que utilizar todo. Mi papá por costumbre y crianza nos preparaba desde pequeños, y aun cuando ya nos habíamos venido a vivir a Venezuela,  hígado, riñón, corazón y cualquier otro órgano de la vaca, cangrejo los fines de semana, calentado para los desayunos (esas son las sobras de la comida del día anterior revuelta y preparada con huevo frito). Mi abuela en Colombia,  cada noche aparecía justo a las diez en la esquina de la casa con un paquete en sus manos, una bolsa que resguardaba una gran olla de aluminio y que abría al legar a la cocina. En ella las sobras del restaurante donde trabajaba, con estas hacía la cena de siete hijos y tres nietos, mis hermanos  yo que vivíamos en Venezuela veíamos la escena solo en temporada vacacional, nos parecía rico probar retazos de sobre barriga, trozos de yuca, papa y mucho arroz. Tiempo después comprendí que eso formaba parte de la situación económica con la que convivían mis tíos y que esa era su dieta diaria. Mi abuela en la década del setenta fue dueña junto a mi abuelo de uno de los restaurantes más conocidos de la ciudad de Cúcuta en Colombia, un local que dibujaba pinceladas de las nacionalidades de ambos en sus platos. Parrilla uruguaya hacía Lauro Rodríguez en las brasas y Neyla García dejaba colar los olores de sus fríjoles en los fogones. La mala suerte hizo que el patriarca de la familia nos dejara muy temprano, tanto que ni yo que soy la nieta mayor lo conociera. Se perdió entonces todo y si antes fue gerente, años después se desempeñó como cocinera de una fonda para criar a sus hijos y poder llevarles un plato de comida en las noches. Esa era su época del hambre.



En Venezuela no se reparaba, se sustituía, las vísceras eran comida de perro, los cortes de lomito, milanesas de pollo y filetes de curvina eran parte de la compra de una familia de clase media. Si le preguntabas a una miss venezolana cual era el plato típico del país, no dudaba en contestar que este era el pabellón, sólo alguna “creativa” se aventuraba a afirmar que se trataba de la “ropa vieja”.  La confusión pudiera ser válida, la mezcla de culturas en este país sobrepasaba sus propios límites; cuando otras naciones estaban en guerra, aquí había bonanza petrolera. Italianos, españoles, portugueses, ecuatorianos, peruanos, colombianos llegaron en diferentes periodos. Siempre fueron recibidos con los brazos abiertos, y de esta forma se adoptaron culturas y se absorbieron gastronomías. Tanto que por un momento se olvidó la propia. Esa que desde finales de la década del ochenta investigadores como José Rafael Lovera se propuso resaltar, esa que el chef Héctor Romero llama la herencia. Alguna vez me dijo Sumito Estévez, cocinero venezolano, que su generación se formó aprendiendo las técnicas de la cocina francesa e italiana, que la aspiración de los chef consistía en preparar a la perfección esos platos perdiéndose así los sabores propios. Por eso en la actualidad se busca su reivindicación, se escarba en lo profundo de la memoria gastronómica venezolana. Lo ha hecho Carlos García en su restaurante Alto donde las estrellas y con mucho éxito son los espaguetis con sardinas, lo hace Helena Ibarra que dice querer ser la embajadora de las carotas negras, lo expresa Mercedes Oropeza con ese menú con visos de venezolanidad que ofrece cada día en su restaurante Amapola, lo hace el mismo Sumito, enalteciendo el dulce de piñonate que hacen las mujeres margariteñas, convirtiéndolo en bombón, pero reconociendo que este no fuera nada sin la contribución de esas manos que hacen la mezcla.


Esa búsqueda de identidad ha despertado una nueva generación de cocineros, jóvenes que son un cúmulo de conocimientos, buenos maestros, banderas de siete estrellas, banderas de ocho estrellas, escudos con caballos mirando a la derecha o a la izquierda, marchas, guarimbas, presos políticos, pero sobre todo escases de los alimentos. Estos nuevos cocineros se las tienen que ingeniar para presentar sus creaciones, para conseguir los ingredientes; tal vez eso los ha orientado hacia la investigación, a mirar hacia los primeros tiempos  y a encontrar probablemente una de las cocinas más ricas y amplias del continente americano. Eso dice Harry Rivero, cocinero larense, orgulloso de pertenecer a las filas del Centro de Estudios Gastronómicos. Se ha dedicado a recorrer Venezuela para probar sus sabores personalmente. Su aprendizaje lo pone en práctica en el restaurante la Cantata. La vista privilegiada que tiene de la ciudad de Caracas y el amor por la cocina le han permitido  dar rienda suelta a su creatividad. El menú que ofrece se pasea por Venezuela y su historia, permitiéndole al comensal disfrutar de una ensalada de mango. Dice Harry que no hay venezolano que no haya comido uno por lo menos una vez en su vida, ese sabor remonta a la infancia, a los juegos, a la casa de los abuelos. Hace honor Rivero al asado negro, con esos toques dulces que le aporta el papelón. Le permite dar a conocer a los más jóvenes el Juan Sabroso, un dulce de batata, coco y especias. Todo esto lo prepara mirando hacia un molcajete herencia de su abuela, dos piedras de rió que le recuerdan cuando comenzó a enamorarse de la cocina.



Pedro Castillo por su parte se propuso poner nuevamente en el tapete la cocina cumanesa, preparaciones que tienen más de cien años y que él piensa recolectar y poner a la orden de todos los chef que deseen prepararlas. Con él conocí la olla playera, una sopa que asegura él es oriunda de la primogénita del continente, que se hace con un caldo claro, un guiso de ají dulce y cebolla, camarones y pescado frito. Castillo va por ahí como predicador hablando de las bondades de la comida de su tierra, se siente orgulloso de Sucre y por eso quiere que todos lo conozcan desde el paladar.


La historia gastronómica de Gabriel De Pablos lo lleva a migrar a Maturín. Quería abrir un local con ciertas características que solo esa ciudad y su economía con respecto a la capital de Venezuela le podían dar. La suya es una propuesta que más que rescatar las recetas de las abuelas, pone en primer plano los ingredientes. De Pablos trabaja con los productos que el Estado Monagas le provee, lo hace por ejemplo con la siembra de Caripe que es maravillosa, grandes pimentones, tomates frescos, el llano de este Estado le provee leche de primera calidad, la que usa en sus postres. Lo que pretende es que la gente coma bien, que no busque fuera lo que ya existe aquí adentro.





La experiencia de comer en Ajilao es como asistir a una clase preparaciones caroreñas. Pizzas con caraotas y chivo, tostadas con chorizo, postres con queso de cabra se muestran atrevidamente en su carta. Su chef, Ramón Fernández no vacila en explicar que se trata de  resaltar ingredientes que antes la gente rechazaba por considerarlos económicos.


Hoy en día en este país, nada es económico, la crisis nos ha enseñado además que todo es utilizable, nuestros ancestros aprovecharon de la tierra todo lo que ella les daba, solo que en alguna parte del camino tal vez pensamos que ellos se habían equivocado. Hace dos años fui a la Guajira y viví una de las mejores experiencias de vida que pude haber tenido. Con algunos miembros de la etnia wayuu quise pasar varios días según sus normas de convivencia, compramos entonces un ovejo para alimentarnos, de él comimos su carne asada y guisada, con la cabeza hicimos sopa, con sus  órganos se preparó friche (vísceras fritas), con su sangre rellenaron unas deliciosas arepas,  su cuero finalmente se puso a secar para forrar unos muebles. Eso me hizo darme cuenta que hacia allá vamos, a apreciar lo que tenemos, a conservar las tradiciones, a reivindicar la nacionalidad a través de la comida. Tal vez esta sea nuestra época del hambre, pero quizás se trate de una era distinta. Con todo lo que he probado en mi recorrido por Venezuela, me he dado cuenta que uno solo no hace la diferencia, pero estoy contenta porque son muchos los que tratan de hacerla.



Todas las foticos de esta entrada son tomadas por Raymar Velásquez (@raymarven)

viernes, 19 de junio de 2015

Por el Camino de los Españoles

He visitado cuatro veces en mi vida San Esteban Pueblo y nunca había siquiera intentado transitar sus caminos de tierra. Reconozco que soy perezosa, que eso de caminar no va conmigo, y cada vez que me decían “son unas tres horas hasta el Puente Ojival”, utilizaba la excusa de que eso nos haría perder tiempo de grabación, pero esta vez sería diferente, quería aventurarme aunque fuera un poco en ese bosque que conforma este Parque Nacional de unas cuarenta y cuatro mil hectáreas que hace vida en el Estado Carabobo.
Llegamos al pueblo a las nueve de la mañana, solo hace unos quince minutos habíamos salido de Puerto Cabello, así de corto es el trayecto. Nuestra intención era hacer no solo el recorrido sino visitar a algunos personajes de esta comunidad. Este caserío tiene la particularidad de estar dentro de Puerto Cabello que tiene muy cerca  su mar pero conservar el ambiente de un poblado de pie de monte. De viejos caserones San Esteban rememora una época de bonanza ahora desolada.  Las casas que adornan la calle principal  tienen nombres y apellidos; pertenecieron a los Capriles y a los Römer, pero para sus habitantes la distinción que vale es la del caserón que perteneciera al  General Bartolomé Salom, que este héroe de la independencia haya escogido el pueblo para fijar su residencia es motivo de orgullo para la comunidad del presente. En las ruinas de su casa me esperaban Felix Noguera y María Betancourt, el primero la cuidó  durante algunos años, la segunda es la actual coordinadora del recinto. Este pareciera ser un honor  que se confiere en el pueblo, y quien lo merece se siente orgulloso de resguardar estas ruinas. Sin embargo, nunca nadie estará nunca tan feliz de recorrer los espacios donde alguna vez hubo paredes y techo como Virginia de Mieres, en vida ella se autoproclamó albacea de esta estructura, su amor por el General Salom y su obra era tan grande que decidió mudarse a un cuartico que se construyó en las inmediaciones para que sirviera de bodega; ella decía que sentía la presencia del militar, que sabía cuándo su espacio sería vulnerado, por eso prefirió estar cerca para cuidarlo. Le pidió a Luis Herrera cuando era presidente que le ayudara a rescatar el sitio y él lo hizo, esa escultura de Bartolomé Salom, obra de Alexis Mujica, sentada en una hamaca que se puede apreciar en una de las salas de la vivienda es el único arreglo que pudo hacerse en ese terreno. Virginia murió y no pudo ver realizado su sueño. Planificaciones van y planificaciones vienen; se proyectó un café, una biblioteca y una tienda de artesanía, ninguna ha visto luz en un lugar que debería ser tratado como lo que es, Patrimonio Histórico de Carabobo.





Por ahora María cumple la función de mantener limpios los pisos y evitar que los muchachos del pueblo se metan a hacer travesuras. Indica que el General Bartolomé fue una importante figura, fiel a sus ideales y amante de la libertad, solo que la gente no lo conoce porque no hay suficiente bibliografía sobre él “así como la hay de Bolívar”. Me dijo que el pueblo gira alrededor de esta casa aunque aún no se quiera dar cuenta, que sin ella los turista no conocerían las leches de burra de Abraham Vides o las hallacas con queso de su hermano Arístides, tampoco comprarían los besitos de coco y los tostones de María Paleta, que se para cada sábado y domingo frente a la vivienda, esperando a los turistas que vienen a ver los restos de un pasado.
Sin embargo, María Rodríguez dice que su fama se la hizo ella solita, reconoce la ayuda de Francisco Pacheco, quien fuera cantante de aquella agrupación tradicional llamada Un Solo Pueblo. Solo hay que llegar a su casa para comenzar a escuchar la historia de que el artista visitaba siempre la zona y cuando tocaba a su puerta la veía trabajando, batiendo la masa para sus tortas, sus besitos y sus papitas de leche, él le prometió una canción y por eso asegura que María Paleta es un himno a su trabajo. Llegué a su hogar y como era de esperarse estaba batiendo en una olla los ingredientes para uno de sus dulces, pero no solo eso, ya tenía sobre un gran mesón, una torta de ocumo y otra de ñame, dulce de tomate, unas mermeladas, besitos de coco, tostones, galletas, ponquesitos, suspiros, polvorosas, dulce de piña, de leche y una hermosa gelatina decorada con la rosa de la montaña, flor típica de este pueblo. Había cocinado toda la noche junto a su vecina Betzaida Pacheco, se esmeró en mostrar que este lugar tiene mucho por ofrecer, me explicó que San Esteban la recibió con los brazos abiertos cuando llegó desde Petare buscando nueva vida “es lo menos que puedo hacer por un lugar que me ha dado tanto”. Desde su punto de vista podría hacerse mucho más por fomentar la llegada de turistas pero reconoce que la gente aquí es perezosa “quiere ganar de una vez y eso hay que hacerlo poco a poco”. Ella mientras tanto sigue en los suyo “dando paleta”, así se honra a ella misma y enaltece a un pueblo al que no pertenece pero siente como suyo.



La sorpresa no terminó con el mesón lleno de dulces, sino con la frase “eso es tuyo, llévatelo”, he ahí la respuesta a las preguntas de los insensibles que me juzgan  porque no rebajo esos kilitos de más; como se rechaza tanta amabilidad, como se le  dice que no a tanta dulzura. Así que con el carro lleno de postres continuamos a buscar algo salado antes de emprender el camino; eso nos condujo al hogar de la familia Vides, porteños que son legendarios en este caserío, como legendarias son sus hallacas que comenzaron a cocinarse en los fogones de este caserón hace más de treinta años. Me explicó Arístides que su madre para hacer más entretenido este plato tan típico de la navidad venezolana decidió hacerlo todo el año y así la gente no lo extrañaría, pero además comenzó a ponerle ingredientes poco usuales a la receta, así le salieron hallacas con fresas, piña en almíbar, duraznos y su clásico, la hallaca con queso. Cuando llegué hacía ochenta que le encargaron para llevar, pero por lo menos una pude saborear para no irme sólo con el aroma. Lo que si pude ver y probar a mis anchas fueron los brebajes que prepara Vides, pócimas que según él han hecho felices a más de uno y que le han dado (según su exagerada cuenta) unos seiscientos nietos putativos. “todos vienen buscando cura a sus enfermedades o pretendiendo concebir una nueva vida y según el curandero las ramas de los bosques de San Esteban tienen la propiedad de remediarlo casi todo. La verdad es que las pócimas saben horribles, pero los clientes hacen caso omiso al mal sabor, pues por menos cuatro parejas llegaron buscando consuelo en el momento que conversaba con Arístides.


  Para comenzar la travesía tenía que ir a la comunidad de campanero donde está el puesto de guardaparques, ahí ya Jesús Jiménez me estaba esperando. Él  trabaja hace más de nueve años con el Instituto Nacional de Parques, es oriundo de Patanemo pero ha vivido siempre en San Esteban; ha perdido la cuenta de cuantas veces ha recorrido El Camino de los Españoles, lo quiere y resguarda. Me indica en un mapa la vía, dice que son dos horas, no le creo. En este trabajo he aprendido que la ansiedad de las personas por mostrarnos sus espacios hace que reduzcan el tiempo de tránsito a su llegada, probablemente piensan que me arrepentiré. Le digo que llegaremos hasta donde nos alcance la luz y comenzamos la caminata, la misma que hacen unos cien mil turistas al año,   esa que nos deja ver en primera instancia la antigua toma de agua de la empresa Hidrocentro. Jesús me explica que el río que baja por este sendero surte a gran parte del pueblo y un poco más allá. Nos detenemos, vemos que hay basura, no mucha, pero cualquier desperdicio produce rabia, Jesús dice que siempre le dice lo mismo al turista “la basura pesa menos de regreso que cuando se trae”. 



Seguimos la ruta y los árboles se van juntando, el camino de tierra se cierra y las aves se sienten más libres de entonar  sus cantos. Pasamos pequeños precipicios, nos rodean bellas mariposas azules, vemos pequeños riachuelos, pasamos por encima de algunos troncos caídos y comienza a llover, una de esas lluvias que limpia el alma. Transcurren las dos horas que nos había asegurado Jaime que duraba el recorrido y aún no vemos el puente, veinte minutos más tarde se abre ante nuestros ojos un pozo cristalino y algo profundo, rodeado de vegetación, profunda, alta. Es imposible no querer lanzarse a sus aguas, entregarse a la naturaleza. Nos quedamos durante un rato contemplando el lugar, viendo como un colibrí se bañaba en las aguas del río. Jaime explica que estamos a mitad de camino del puente que alguna vez cruzaron los españoles para transportar café  y cacao entre Valencia y Puerto Cabello. Decidimos devolvernos porque ya es tarde, pero prometemos volver para completar la ruta, para conectarnos nuevamente con la soledad del espacio y hasta con el pasado.









Fotos: Raymar Velásquez (@raymarven)