viernes, 26 de julio de 2013

HISTORIAS DE LA TIERRA


 MÉRIDA EN UN DÍA

Desde que emprendí esto de viajar como forma de vida, he tenido diversidad y cantidad de personas como compañeros de viaje. Comencé con un equipo mínimo en RCTV, un camarógrafo un asistente y yo, hacíamos micros de forma tímida por algunos lugares de Venezuela, los más cercanos  a Caracas por aquello de no ausentarnos mucho tiempo y estar siempre puntual para regresar a narrar el noticiero  matutino. Éramos aprendices en producir  seriados de turismo y a veces parecíamos los tres chiflados al momento de grabar. Cuando me dieron la oportunidad de hacer el programa el grupo se hizo  más grande y como ya contaba con la aceptación del público las dádivas aumentaban. Al final de mis días de creación de l espacio Pueblo Adentro viajaba con lo que llaman el “dream team”, productor que estuviera pendiente de los detalles, sonidista para que el audio quedara limpio, luminito que montaba a través de un cablerío unas cuantas luces que hacían ver todo más bonito y un camarógrafo que tenía la experiencia de las novelas y eso ayudaba mucho. Esa modalidad de equipo me acompañó cuando comencé a hacer Tierra de Futuro en Canal I, con la diferencia de que no rotaba el personal, por lo que hubo mayor compenetración.  Hoy en día he vuelto a los orígenes y cuando no hago televisión viajamos mi socio y yo por todas partes. Es bueno y malo. Entre los dos hacemos todo y tenemos que ayudarnos si o sí.  De todas estas personas queridas con las que he recorrido carreteras, esperado en aeropuertos, discutido por un encuadre, reído por un chiste o llorado con una historia, he descubierto que el equipo soñado lo tengo cuando trabajo con mis hijos. Aunque a veces griten, pelen entre ellos, se quejen de cansancio o me hagan apenar ante un entrevistado, sólo voltear la mirada para buscarlos y encontrar su sonrisa me hace la mujer más feliz del mundo.  

A Mérida llevamos a Jessika de 14 años, Carlos de 13 y Paola de 6 a recorrer los parques temáticos de Alexis Montilla (Los Aleros, La Venezuela de Antier y La Montaña de los Sueños), todo en el mismo día. Salimos de casa de mi mamá en Valera con el recuerdo en mi cabeza de los fines de semana en que mi papá nos llevaba a estas montañas a turistear. Lo más problemático de salir con mis hijos es levantarlos y turnarlos para el baño.  Ninguno quiere ir primero. Mi papá que es un colombiano de esos desbocado en atenciones, se levantó  en la madrugada y preparó café, arepas con queso, huevos y todo cuanto pudiera llenar el estómago porque su manera de querer  la expresa en la cantidad de comida que sirve en el plato. Pese a su deseo de querer satisfacer nuestro apetito, tuve que rechazar la invitación porque “conozco  mi ganado” y ya diré más adelante por qué. Así con la barriguita vacía, el sol peleando con la luna por un puesto en el cielo y el sueño aun en los párpados comenzamos el ascenso. La ruta escogida fue la de La Puerta, para esto atravesamos la avenida Bolívar (casi la única que hay en Valera) y seguimos en línea recta hasta este poblado que es como el Junquito de los Valeranos. Un desvío y alguna que otra señalización nos indicaba seguir hacia Timotes; al dejar atrás la zona poblada, la montaña comienza abrirse ante los ojos del conductor y la vía se convierte en una serpiente negra que envuelve esas elevaciones. El ganado que conocía no tardó en manifestarse y mi chiquita consentida (en realidad no se a quien más consiento) expresó su malestar. Cuando alguien dice que quiere vomitar en un carro siempre  se activa una alarma de pánico que hace que casi todos los ocupantes del vehículo griten y el conductor se desconcentre. En mi caso, mujer al fin y al cabo, después de preocuparme por el escándalo y regañar a los presentes en él,  me hago a orilla de carretera y permito que Pao saque de si lo poco que tiene en el estómago. Se escucha el “qué asco”, “creo que yo también voy a vomitar”, meras alharacas. Con uno que vomite es suficiente, finalizó el tema.
Culminado este episodio ya podíamos buscar comida y así comenzamos a pasar por casitas esporádicas en la cordillera que tenían cerradas sus puertas. Como es posible que no haya un local abierto, al parecer nuestro entorno social y económico ha dejado su estela de desolación por lugares que ya no trabajan los domingos. Debo acotar que casi siempre quien maneja soy yo. A mi socio, compañero, fotógrafo y algo más no le apasiona el tema de conducir y como yo tengo complejo de camionero, pues caso resuelto. Creo que es una forma de sentirme como mi papi que durante toda su vida trabajó como vendedor viajero para mantenernos y de esa forma pagó colegios, universidades, ropa y alguno que otro caprichito.
Ya en el páramo una estructura de hielo llamó nuestra atención, lo mejor era que el punto indicaba también comida. Los niños se bajaron fascinados del carro, yo corrí a ponerles guantes y cerrar sus abrigos para no tener que pagar después las consecuencias. Se metieron debajo de lo que ellos bautizaron como “casita de hielo” y la tocaron, se tomaron fotos y hasta partieron trozos para masticar. Que bonito ver un poco de agua congelada puede causar tanto asombro y felicidad en los rostros infantiles.



La comida supo a gloria, no sé si por el hambre o porque se trataba de los sabores vivos del páramo. En platos de peltre nos sirvieron arepas de harina de trigo con queso rallado, huevos fritos y nata. Un chocolatico caliente fue el complemento perfecto en esta casita de tejas y paredes heladas, el postre, los dos menores se regaron las chaquetas y yo tuve que meter la mano en el agua casi congelada que salía de un lavamanos para limpiarlos.
Seguimos el camino y paramos en el Pico El Águila, la popular foto había que hacerla. Este es el punto más alto de la carretera y a 4.118 metros de altura el trayecto del carro hacía el monumento para hacer la gráfica parece la subida del Cerro El Ávila  por Sabas Nieves para aquellos que nunca hacemos ejercicios. Sientes que te falta el aire y por un  momento te mareas, después todo es lindo.


Lo que viene luego se llama Apartaderos, San Isidro y asfalto parejo hasta llegar a Muchuchíes. A la típica escena de “cuanto falta” le dicen acción. Por fin vemos los avisos que anuncian la cercanía de Los Aleros (http://www.losaleros.net/), la temperatura ya ha subido un poco, el frío se queda atrás con el páramo y los frailejones y todos nos animamos. La bienvenida fue muy cordial como todo en los merideños. Aquí nos atendió un sobrino de Alexis Montilla, para contactarlo desde Caracas yo hablé con una de sus hijas. Después nos daríamos cuenta que pese a la magnitud de los parques este es un negocio familiar.
El recorrido comenzó con el sello del pasaporte, mientras yo entrevisto, Jessika presta atención para aprender, Carlos ayuda con el trípode y Paola corre, ese es su estado natural. Mientras hicimos la caminata por el pueblito que diseñó este ingenioso merideño nos asustaron,  la chiquita casi llora y los mayores se burlaron, pasamos por un puente de madera colgante, nos lanzamos por un tobogán de cemento, perseguimos unas ovejas y mis hijos ganaron 30 bolívares en la ruleta del conejo. Con la recompensa obtenida cada uno compró dulces típicos.


El siguiente centro temático queda a una distancia considerable del primero. Hay que atravesar la ciudad de Mérida y eso fue lo que los niños vieron rápidamente a través del vidrió del carro. Cinco kilómetros después de tomar la vía hacia Jají  aparece la entrada con un buen número de taquillas y un gran muro, esto parecía augurar más diversión. Aquí el propio Alexis Montilla nos esperaba. Después de una bienvenida en un paredón que simulaba las celdas de un castillo margariteño un hombre que no demuestra que está llegando al piso setenta arribó en un vehículo rústico descapotado. Todos subimos y comenzamos a hacer un tour de dos horas en un espacio que se recorrer en todo un día. Visitamos la representación de Yare con sus diablos, Zulia y sus indígenas, pasamos por Amazonas y la plaza de toros de Maracay, pero Montilla quería que sintiéramos el modelo que está haciendo de Yaracuy, allí nos detuvimos. En este espacio se construyó una posada y un parque agro turístico que devela la gran cantidad de hectáreas que forman parte de La Venezuela de Antier (http://www.lavenezueladeantier.net/). Allí los niños pudieron dar de beber leche a un ternero y se pelearon por ir en la “ventanilla” de un carro descapotado, así son ellos. En Táchira Alexis nos dejó descansar un rato y  nos pidió que lo paseáramos. Así mi socio pudo hacer bellas imágenes de una de las zonas más bonitas de este sitio. Después de pasear por el parque y la vida de mi entrevistado, le dijimos cuanto lamentábamos no poder ir al siguiente sitio por la falta de tiempo, pero como buen vendedor de su producto él insistió y dijo que no podíamos perdernos el espectáculo. El problema es que los niños no habían almorzado y ya eran casi las cuatro de la tarde, por lo que retornamos nuevamente a la ciudad y nos metimos en el primer centro comercial que se nos topó en el camino, bueno realmente lo que sucedió es que nos perdimos y caímos allí. Pasta, sushi y pollo fue nuestro almuerzo cena (cuando mi mamá lea esto me va a regañar) y seguimos.


A La Montaña de los Sueños (http://www.montanadelossuenos.com/) llegamos un poco más allá de las seis de la tarde, son unos cuarenta minutos de trayecto desde la ciudad por  la vía que lleva a la población del El Vigía. En Chiguará Alexis Montilla dio vida a la última de sus creaciones. Tenía razón al decir que la mejor visita aquí se hace en la noche porque todo está lleno de luces y colores brillantes. En estas instalaciones nos dejaron andar libres, así que fue como una fiesta para todos. Corrimos hacia una rueda de la fortuna, Paola pudo disfrutar varias veces del carrusel, Carlitos de la  exposición de autos antiguos, Ray de ver una exposición dedicada al fútbol de este país y Jessika pensó en unirse a un karaoke que se hace en el último piso de uno de los edificios que conforman el parque. Salimos de allí agotados y con dos tarjetas de memoria de la cámara a reventar. La pregunta ahora era ¿qué hacer? Si nos devolvíamos a Mérida era casi una hora de camino y luego buscar un hotel, si seguíamos hasta el Vigía para encontrar hospedaje al día siguiente nos levantaríamos tarde y el itinerario de vuelta a Caracas se atrasaría. Así que decidimos “si vamos a levantarnos tarde que sea en la casa de los abuelos”.





De esta forma atravesamos los túneles que llevan a El Vigía, pasamos por un ladito esa ciudad con aire de pueblito, intuimos estar transitando la Panamericana hasta que respiramos hondo porque llegamos a Betijoque, pasamos por Isnotú , su oscuridad y su soledad, y finalmente vimos los luces de Valera ya casi a la una de la mañana. Digo vimos, mi copiloto y yo, porque los niños al cruzar el último corredor cerraron sus ojos y se enmarañaron entre ellos para buscar cobijo los unos con los otros. En todo el viaje disfruté a través de sus rostros y cuando manejaba de vez en cuando veía por el retrovisor y daba gracias. Nunca me cansaré de dar gracias al cielo  por haberme permitido parirlos, por cada momento que la vida me regala a su lado, por cada vez que sonríen y hasta cuando pelean o se portan mal, pero sobre todo por cada vez que me dicen “mamá te quiero”. Definitivamente ellos son mi equipo soñado.  

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