MÉRIDA
EN UN DÍA
Desde que emprendí esto de viajar como forma de
vida, he tenido diversidad y cantidad de personas como compañeros de viaje. Comencé
con un equipo mínimo en RCTV, un camarógrafo un asistente y yo, hacíamos micros de
forma tímida por algunos lugares de Venezuela, los más cercanos a Caracas por aquello de no ausentarnos mucho
tiempo y estar siempre puntual para regresar a narrar el noticiero matutino. Éramos aprendices en producir seriados de turismo y a veces
parecíamos los tres chiflados al momento de grabar. Cuando me dieron la oportunidad
de hacer el programa el grupo se hizo más grande y como ya contaba con la aceptación del público las dádivas aumentaban.
Al final de mis días de creación de l espacio Pueblo Adentro viajaba con lo que llaman el
“dream team”, productor que estuviera pendiente de los detalles, sonidista para
que el audio quedara limpio, luminito que montaba a través de un cablerío unas
cuantas luces que hacían ver todo más bonito y un camarógrafo que tenía la
experiencia de las novelas y eso ayudaba mucho. Esa modalidad de equipo me
acompañó cuando comencé a hacer Tierra de Futuro en Canal I, con la diferencia
de que no rotaba el personal, por lo que hubo mayor compenetración. Hoy en día he vuelto a los orígenes y cuando
no hago televisión viajamos mi socio y yo por todas partes. Es bueno y malo. Entre
los dos hacemos todo y tenemos que ayudarnos si o sí. De todas estas personas queridas con las que
he recorrido carreteras, esperado en aeropuertos, discutido por un encuadre,
reído por un chiste o llorado con una historia, he descubierto que el equipo
soñado lo tengo cuando trabajo con mis hijos. Aunque a veces griten, pelen
entre ellos, se quejen de cansancio o me hagan apenar ante un entrevistado,
sólo voltear la mirada para buscarlos y encontrar su sonrisa me hace la mujer
más feliz del mundo.
A Mérida llevamos a Jessika de 14 años, Carlos de
13 y Paola de 6 a recorrer los parques temáticos de Alexis Montilla (Los
Aleros, La Venezuela de Antier y La Montaña de los Sueños), todo en el mismo
día. Salimos de casa de mi mamá en Valera con el recuerdo en mi cabeza de los
fines de semana en que mi papá nos llevaba a estas montañas a turistear. Lo más
problemático de salir con mis hijos es levantarlos y turnarlos para el baño. Ninguno quiere ir primero. Mi papá que es un
colombiano de esos desbocado en atenciones, se levantó en la madrugada
y preparó café, arepas con queso, huevos y todo cuanto pudiera llenar el estómago
porque su manera de querer la expresa en
la cantidad de comida que sirve en el plato. Pese a su deseo de querer
satisfacer nuestro apetito, tuve que rechazar la invitación porque “conozco mi ganado” y ya diré más adelante por qué. Así
con la barriguita vacía, el sol peleando con la luna por un puesto en el cielo y el
sueño aun en los párpados comenzamos el ascenso. La ruta escogida fue la de La
Puerta, para esto atravesamos la avenida Bolívar (casi la única que hay
en Valera) y seguimos en línea recta hasta este poblado que es como el Junquito
de los Valeranos. Un desvío y alguna que otra señalización nos indicaba seguir hacia
Timotes; al dejar atrás la zona poblada, la montaña comienza abrirse ante los
ojos del conductor y la vía se convierte en una serpiente negra que envuelve
esas elevaciones. El ganado que conocía no tardó en manifestarse y mi
chiquita consentida (en realidad no se a quien más consiento) expresó su
malestar. Cuando alguien dice que quiere vomitar en un carro siempre se activa una alarma de pánico que hace que
casi todos los ocupantes del vehículo griten y el conductor se desconcentre. En
mi caso, mujer al fin y al cabo, después de preocuparme por el escándalo y regañar a los presentes en él, me
hago a orilla de carretera y permito que Pao saque de si lo poco que tiene en
el estómago. Se escucha el “qué asco”, “creo que yo también voy a vomitar”,
meras alharacas. Con uno que vomite es suficiente, finalizó el tema.
Culminado este episodio ya podíamos buscar comida y
así comenzamos a pasar por casitas esporádicas en la cordillera que tenían cerradas sus puertas.
Como es posible que no haya un local abierto, al parecer nuestro entorno social y económico ha dejado su estela de desolación por lugares que ya no trabajan los
domingos. Debo acotar que casi siempre quien maneja soy yo. A mi socio,
compañero, fotógrafo y algo más no le apasiona el tema de conducir y como yo
tengo complejo de camionero, pues caso resuelto. Creo que es una forma de
sentirme como mi papi que durante toda su vida trabajó como vendedor viajero
para mantenernos y de esa forma pagó colegios, universidades, ropa y alguno que
otro caprichito.
Ya en el páramo una estructura de hielo llamó
nuestra atención, lo mejor era que el punto indicaba también comida. Los niños
se bajaron fascinados del carro, yo corrí a ponerles guantes y cerrar sus
abrigos para no tener que pagar después las consecuencias. Se metieron debajo
de lo que ellos bautizaron como “casita de hielo” y la tocaron, se tomaron
fotos y hasta partieron trozos para masticar. Que bonito ver un poco de agua congelada puede causar tanto asombro y felicidad en los rostros infantiles.
La comida supo a gloria, no sé si por el hambre o
porque se trataba de los sabores vivos del páramo. En platos de peltre nos
sirvieron arepas de harina de trigo con queso rallado, huevos fritos y nata. Un chocolatico caliente fue el complemento perfecto en
esta casita de tejas y paredes heladas, el postre, los dos menores se regaron
las chaquetas y yo tuve que meter la mano en el agua casi congelada que salía
de un lavamanos para limpiarlos.
Seguimos el camino y paramos en el Pico El Águila,
la popular foto había que hacerla. Este es el punto más alto de la carretera y
a 4.118 metros de altura el trayecto del carro hacía el monumento para hacer la
gráfica parece la subida del Cerro El Ávila por Sabas Nieves para aquellos que nunca hacemos
ejercicios. Sientes que te falta el aire y por un momento te mareas,
después todo es lindo.
Lo que viene luego se llama Apartaderos, San Isidro
y asfalto parejo hasta llegar a Muchuchíes. A la típica escena de “cuanto falta”
le dicen acción. Por fin vemos los avisos que anuncian la cercanía de Los Aleros (http://www.losaleros.net/), la temperatura
ya ha subido un poco, el frío se queda atrás con el páramo y los frailejones y
todos nos animamos. La bienvenida fue muy cordial como todo en los merideños. Aquí
nos atendió un sobrino de Alexis Montilla, para contactarlo desde Caracas yo
hablé con una de sus hijas. Después nos daríamos cuenta que pese a la magnitud
de los parques este es un negocio familiar.
El recorrido comenzó con el sello del pasaporte,
mientras yo entrevisto, Jessika presta atención para aprender, Carlos ayuda con
el trípode y Paola corre, ese es su estado natural. Mientras hicimos la
caminata por el pueblito que diseñó este ingenioso merideño nos asustaron, la chiquita casi llora y los mayores se
burlaron, pasamos por un puente de madera colgante, nos lanzamos por un tobogán
de cemento, perseguimos unas ovejas y mis hijos ganaron 30 bolívares en la
ruleta del conejo. Con la recompensa obtenida cada uno compró dulces típicos.
El siguiente centro temático queda a una distancia
considerable del primero. Hay que atravesar la ciudad de Mérida y eso fue lo
que los niños vieron rápidamente a través del vidrió del carro. Cinco kilómetros
después de tomar la vía hacia Jají aparece la entrada con un buen número de
taquillas y un gran muro, esto parecía augurar más diversión. Aquí el propio
Alexis Montilla nos esperaba. Después de una bienvenida en un paredón que
simulaba las celdas de un castillo margariteño un hombre que no demuestra que
está llegando al piso setenta arribó en un vehículo rústico descapotado. Todos subimos
y comenzamos a hacer un tour de dos horas en un espacio que se recorrer en todo
un día. Visitamos la representación de Yare con sus diablos, Zulia y sus indígenas,
pasamos por Amazonas y la plaza de toros de Maracay, pero Montilla quería que sintiéramos
el modelo que está haciendo de Yaracuy, allí nos detuvimos. En este espacio se construyó
una posada y un parque agro turístico que devela la gran cantidad de hectáreas
que forman parte de La Venezuela de
Antier (http://www.lavenezueladeantier.net/).
Allí los niños pudieron dar de beber leche a un ternero y se pelearon por ir en
la “ventanilla” de un carro descapotado, así son ellos. En Táchira Alexis nos dejó descansar
un rato y nos pidió que lo paseáramos. Así
mi socio pudo hacer bellas imágenes de una de las zonas más bonitas de este
sitio. Después de pasear por el parque y la vida de mi entrevistado, le dijimos
cuanto lamentábamos no poder ir al siguiente sitio por la falta de tiempo, pero
como buen vendedor de su producto él insistió y dijo que no podíamos perdernos
el espectáculo. El problema es que los niños no habían almorzado y ya eran casi
las cuatro de la tarde, por lo que retornamos nuevamente a la ciudad y nos
metimos en el primer centro comercial que se nos topó en el camino, bueno
realmente lo que sucedió es que nos perdimos y caímos allí. Pasta, sushi y pollo
fue nuestro almuerzo cena (cuando mi mamá lea esto me va a regañar) y seguimos.
A La Montaña
de los Sueños (http://www.montanadelossuenos.com/)
llegamos un poco más allá de las seis de la tarde, son unos cuarenta minutos de
trayecto desde la ciudad por la vía que
lleva a la población del El Vigía. En Chiguará Alexis Montilla dio vida a la
última de sus creaciones. Tenía razón al decir que la mejor visita aquí se hace
en la noche porque todo está lleno de luces y colores brillantes. En estas instalaciones
nos dejaron andar libres, así que fue como una fiesta para todos. Corrimos
hacia una rueda de la fortuna, Paola pudo disfrutar varias veces del carrusel,
Carlitos de la exposición de autos
antiguos, Ray de ver una exposición dedicada al fútbol de este país y Jessika
pensó en unirse a un karaoke que se hace en el último piso de uno de los edificios
que conforman el parque. Salimos de allí agotados y con dos tarjetas de memoria
de la cámara a reventar. La pregunta ahora era ¿qué hacer? Si nos devolvíamos a
Mérida era casi una hora de camino y luego buscar un hotel, si seguíamos hasta
el Vigía para encontrar hospedaje al día siguiente nos levantaríamos tarde y el
itinerario de vuelta a Caracas se atrasaría. Así que decidimos “si vamos a
levantarnos tarde que sea en la casa de los abuelos”.
De esta forma atravesamos los túneles que llevan a
El Vigía, pasamos por un ladito esa ciudad con aire de pueblito, intuimos estar
transitando la Panamericana hasta que respiramos hondo porque llegamos a
Betijoque, pasamos por Isnotú , su oscuridad y su soledad, y finalmente
vimos los luces de Valera ya casi a la una de la mañana. Digo vimos, mi
copiloto y yo, porque los niños al cruzar el último corredor cerraron sus ojos
y se enmarañaron entre ellos para buscar cobijo los unos con los otros. En todo
el viaje disfruté a través de sus rostros y cuando manejaba de vez en cuando
veía por el retrovisor y daba gracias. Nunca me cansaré de dar gracias al cielo
por haberme permitido parirlos, por cada
momento que la vida me regala a su lado, por cada vez que sonríen y hasta cuando
pelean o se portan mal, pero sobre todo por cada vez que me dicen “mamá te quiero”. Definitivamente
ellos son mi equipo soñado.
Que hermoso me sa castes las lagrimassssss!
ResponderBorrarMil gracias, que linda
ResponderBorrarque hermosa persona, pareciera que todo es perfecto
ResponderBorrarNo lo es, solo hay mucho amor :)
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