domingo, 8 de noviembre de 2015

De Familia a Familia en el Piedemonte Barines


A oscuras tomé una pequeña linterna que por alguna casualidad compramos un día, estoy segura que no lo hicimos pensando en que nos dedicaríamos a acampar, subir montañas caminando, estar en sitios sin electricidad o visitar cuevas; sé que no fui yo quien compró la  linterna. Caminé a casi a tientas, abrí la puerta de mi habitación y pasé a la que me quedaba justo en frente, cuando viajo con los niños siempre trato de que nuestros cuartos queden juntos, mañas de madre, miedo de viejita prematura. Abrí entonces la puerta de la pieza asignada a ellos y los encontré arropados hasta el cogote en una misma cama y las otras dos vacías,  la luz de la Tablet les alumbraba la carita. Pregunté: ¿están asustados?, -no mamá, contestaron – solo estamos jugando juntos. Volví a cerrar la puerta sonriendo, esto de venir a este lugar estaba resultando como lo esperaba.
Llegamos antes de mediodía a San Ramón. El camino desde Mérida hasta esta zona de Barinas es uno de los más bonitos que he visto, hay verde a cada paso, el ambiente de bosque arropa y oscurece el espacio, es una mezcla de misterio y gracia. Ya la advertencia estaba hecha, a donde íbamos no había señal de celular,  internet y  nada de televisores; debíamos subir hasta la posada en mula o caminando, todos fruncieron el ceño.  Mis hijos están acostumbrados a viajar conmigo, pero este sabía, sería uno de esos viajes de largas caminatas, de actividades extremas y todo sin ese relajante muscular llamado tecnología. Nos esperaba ya, en el punto acordado, sonriente Isidoro Valero, con cuatro bestias y dos vecinos; nos distribuimos en dos grupos y comenzamos el ascenso. Ya por correo Félix, su hermano, me había dicho que desde el punto donde había que dejar los carros hasta su posada se transitaban cuarenta minutos que podían hacerse caminando o en animales de carga, él muy amable envía a sus huéspedes un correo con coordenadas, descripción de la zona y algunas advertencias para no los agarre desprevenidos a la Mucuposada Valle Encantado.
Por el camino Isidoro dirigía el animal y conversaba, nos explicaba todo cuanto veíamos. Comenzó por excusar el camino de tierra y rocas que se abre hasta llegar a su casa, siguió contando que San Ramón es un caserío que se encuentra entre Altamira de Cáceres y Calderas y que no hay más de veinte familias que habitan la zona, miró al frente y nos presentó el Cerro El Gobernador, montaña que comparten con Calderas, que los identifica y que utilizan para hacer largas caminatas con pernocta para los turistas aventureros en sus selvas húmedas. Saludamos algunas personas en el camino, extendían café en el suelo, fue allí donde escuché hablar por primera vez de este fruto en el viaje, y escucharía sobre él hasta el final de este; nuestra familia anfitriona nos llevaría al día siguiente a un paseo que se hace por las siembras que ellos tienen en sus predios donde le explican al turista como a través de su cosecha orgánica tratan de impactar en menor grado posible el ambiente.  Miré hacia atrás, atrás de las cámaras y vi el rostro sonriente de mis hijos viendo las flores amarillas que adornan el camino, disfrutando pasar por las pequeñas quebradas, aprendiendo que hay tantos que son felices con tan poco.
No voy a mentir diciendo que el viaje en mula es cómodo, pero cuando lo hagan solo piensen que hay alguien que lleva al animal caminando y  seguro se cansa más, además de eso recuerden que las recompensas se encuentran arriba, en la sonrisa de Félix, su madre y ese rico picadillo que da la bienvenida. Recorro con Félix la casa, una simpática vivienda en medio de la montaña, con pasillos llenos de matas y flores, carteleras que informan sobre la cantidad de aves y especies que se pueden ver en los alrededores, algunos de esos pajaritos  revolotean alrededor. Al entrar hay una gran sala donde está el comedor y  la cocina, a los lados tres habitaciones cada una con su baño, limpias, ordenaditas y bonitas, decoradas con sencillez, pero con una calidez que traspasa las paredes. Este proyecto comenzó para la familia Valero  Albarrán a principios del 2000 cuando se vieron beneficiados por  una de las trescientas setenta y cinco  microempresas comunitarias que ha impulsado en el país la Fundación Andes Tropicales, cuya intención es generar este concepto de alojamiento turístico en lugares rurales para que sean manejados por familias de la zona que tengan conocimiento del lugar y transmitan el amor por el mismo a sus invitados.
Luego del recibimiento ellos nos dejan para que nos ubiquemos y es allí donde cada quien se pone a lo suyo, Raymar toma fotografías, el camarógrafo hace unas cuantas imágenes y los niños corren por todo el sitio. Volvemos a reunirnos para la cena, Esperanza me dice – esto es un agasajo. Se siente tan bonito que de entrada el trato sea tan auténtico. Si de alguna manera pudieran describirse un poco a los habitantes de esta zona habría que hablar sobre su comida, porque quienes viven en esta región gracias a la cercanía de la montaña y la sabana no saben si sentirse por completo andinos o decir que son llaneros. Así que la comida es un elemento que los define, arepas de trigo para el desayuno, carne en los almuerzos. La de esa noche hizo honor a la tierra el joropo, carne en vara, yuca hervida y ensalada, que estuvieron aderezadas con juegos de cartas en los que participamos todos. Solo nos corrió de nuestra tertulia la lluvia que amenazaba ya con sus gruesas gotas, de repente el manto de estrellas cedió paso a las nubes que dejaron escapar los rayos. Como era de esperarse se fue la luz en medio del aguacero y por la ventana solo se veía cuando alumbraba el relámpago, y enseguida se escuchaba el trueno.
Siempre he tratado  que Jessika, Carlos y Paola mantengan una relación más allá de la hermandad, no me molestaría que se conforme entre ellos una cofradía; los dos mayores lo han logrado pero aun no consigo que incluyan a la menor, que quizás por su personalidad y su edad no termina de acoplar con ellos. Por eso al entrar al cuarto y verlos a los tres en la misma cama compartiendo el miedo por el apagón y la lluvia, calentándose del frío con una sola cobija que los cubría  a los tres y jugando con el único aparato que tenía carga no podía hacer otra cosa que sonreír y dar gracias al momento y a la familia Valero.







El siguiente pueblo en el camino es Calderas, una de las tres parroquias que conforman el municipio Bolívar del Estado Barinas. Se llega a él luego de pasar Altamira de Cáceres y San Ramón, dicen que este asentamiento se formó luego de que se desplazaran habitantes de Altamira veinte kilómetros más allá de su lugar de residencia. Calderas produjo en alguna época café, panela, aguardiente, cambures y cítricos, hoy se aferra al café y al turismo como modo de vida. Después de comer un menú de sopa de gallina, seco compuesto por  papas cocidas, pollo o carne y ensalada, y el infaltable café nos encontramos con Heisy Castro, se autodenomina baquiana de la zona, trabajadora de turismo, principalmente en su pueblo. Su ilusión de trabajo consiste en que más personas vengan a visitar Caldera y caminen estas calles que pareciera se hubieran detenido en el tiempo, admiren sus casas coloniales, disfruten de su clima fresco y conozcan a sus habitantes, esos que les pueden mostrar cómo se hacen jabones artesanales por esta zona, como se obtiene papelón de la caña de azúcar y como el misterio forma parte de sus vidas. Con Heysi fuimos hasta la entrada de la finca cafetalera donde comienza el recorrido hacia el Pozo Azul, mayor atractivo turístico de este poblado. Desde allí hay unos veinte minutos de caminata que van entre matas de café y árboles centenarios altísimos, pequeñas quebradas que advierten la presencia de un río, que nunca se ve, pero que cada vez se escucha más fuerte. A Heysi le encanta adornar su guiatura con leyendas y comienza pidiendo a los turistas que no hagan ruido, que caminen en silencio para que no se alboroten el pozo, dice ella, y todos los habitantes de Calderas, que sus aguas tienen propiedades mágicas, que no hay vida animal en ellas, que nunca nadie se ha metido allí por miedo a que se lo trague la profundidad de la laguna, y muy importante, que si hay risas, gritos o escándalos, comienza a llover, un diluvio tan grande que asusta a todos en el pueblo. Todos tenemos clavados la mirada sobre Heisy, atentos, esperando que pase algo, los niños caminan con cuidado, mirando a todas partes, como si fueran en un fragmento de una película de aventuras, creo que se sentían que pronto comenzaría a su alrededor la última marcha de los “ents”, con grito del árbol incluido, con cientos de plantas caminando a su lado, la naturaleza en movimiento y encantada, imaginándose en el segundo volumen de El Señor de los Anillos, realmente la película, no leímos el libro. Nuestra guía nos lleva atentos, temerosos, y cuando se abre el camino y el pozo queda desnudo ante nuestros ojos el asombro es entonces el que se apodera de nosotros. No me canso de decir que el agua de este pozo es serena, de tonos turquesas que combinan con la pequeña selva que tiene a su alrededor. Si uno se acerca no se ve fondo, no se ve vida, pero tal vez la historia fantástica y la sugestión te hacen pensar que te atrae, que te enamora.





En nuestro último día fuimos a Altamira de Cáceres, pueblo barinés que parece una bella estampa andina, un lugar donde el zapatero forma parte del inventario de la comunidad, no solo reparando sino fabricando calzado en cuero aunque esto represente un gran sacrificio para él por los altos costos del material. Altamira es ese sitio donde el pastelero se pasea por sus calles con empanadas y pasteles calientes, con el respectivo picante para acompañar, donde llueve con la misma intensidad que escampa y donde se hace intenta vivir del turismo. Uno de los más empeñados representantes de este sector en el  poblado es Gregorio Montilla, no solo por vivir aquí, sino por sentir su tierra. Es licenciado en bioanálisis pero encontró en los espacios naturales de su tierra una excusa para disfrutarlos y compartirlos con otros. Gregorio nos llevó a su campamento Grados Alta Aventura, una posada ubicada a las afueras de Altamira, a la que se baja luego de descender un buen número de escaleras para quedar inmerso en la naturaleza. Grados tiene cuatro habitaciones bien equipadas y decoradas con ese estilo que llaman rústico. La presencia de su tío Efrén Montilla, un artista del pueblo,  se evidencia en la arquitectura de la estructura, la presencia de la mano familiar se siente desde el primer momento. La cena la preparan la hermana de Gregorio o su esposa, uno de sus hijos mayores estudia cocina para ayudar también en esa área. Las actividades las comandan  los hijos de Montilla y en ninguna se da permiso a la pasividad. Hay canopy allí mismo en la posada, rafting en el Río Santo Domingo, senderismo en los caminos verdes de Altamira y barranquismo en el Chorrerón. Aunque esta era mi cuarta vez en el campamento, no había ido nunca a esa cascada, así que esa fue nuestra primera aventura. Luego de caminar por el pueblo bajamos unos trescientos escalones para llegar al río por el que empezamos a caminar, hasta que ya no hubo más remedio, teníamos que lanzarnos para seguir la ruta. Por razones de logística de grabación del programa la que primero se tiró al agua fui yo. Son apenas dos metros de caída pero siempre he sido cobarde, así que hago un amago preliminar para finalmente caer al agua fría, liberadora; se siente divino, es como despojarse de muchas cosas mientras bajas. No terminé de disfrutarlo porque comenzó mi sufrimiento con los niños, ¿será que pueden hacerlo?, ¿se irán a lastimar? La verdad no hubo mucho tiempo de pensarlo porque ellos estaban más emocionados que yo. Paola fue la primera, no hubo que alentarla mucho, a sus ocho años es una aventurera, quiere volar en parapente, subir a ultralivianos, lanzarse de toboganes, subir paredes de escaladas. Jessika la siguió con verdadera alegría en su rostro y Carlos continuó con un poco más de precaución. Lo que vino fue continuar caminando por la ruta el río, deslizarse por algunas lajas y finalmente llegar a la cascada, hermosa pero alta. Los que me conocen sabrán que no bajé, pero si mi hija mayor, de ella fue el protagonismo que se vio en las imágenes de televisión.




La ropa no había terminado de secarse en el cuerpo cuando ya estábamos en uno de los vehículos del campamento, rumbo a otro destino, esta vez para terminar la actividad del día haciendo rafting. Conozco a Goyo desde hace muchos años y siempre le  he escuchado decir que el rafting es un ejercicio ideal para practicarlo entre un grupo de amigos, miembros de una oficina y familias. Este ayuda a mejorar el trabajo en equipo, a acatar órdenes y a velar por la seguridad de tus compañeros. En la balsa todos tienen que ir al mismo ritmo para que ella se mantenga nivelada sobre el agua, eso debe hacer una familia en la vida, tratar de remar en un mismo sentido y mantener el barco a flote para que este no se hunda. Así que no se dijo más y por eso con esposo, hijos y miembros del equipo de trabajo nos embarcamos en el bote y luego de las instrucciones nos fuimos río abajo remando a la voz de mando, obedeciendo las instrucciones, bajando y subiendo por los rápidos, gritando de felicidad por el paseo. La intención de este viaje había superado las expectativas, hubo abrazos,  camaradería  y juegos en grupo, hubo alegría y una inyección de eso que tanto necesitamos en este país en los últimos años, unión familiar, tuvimos  la oportunidad de  darnos cuenta que hay más de uno que está trabajando en equipo para sacar su propio barco a flote. De familia a familia infinitas gracias.



Como siempre las fotos de nuestros viajes son de Raymar Velásquez. Si quieren ver más imágenes pueden seguirlo a través de @raymarvelasquez

Si quieren conocer a todas estas familias hermosas que nos abrieron las puertas de sus casas y que seguro están esperando por ustedes también aquí tienen los datos:

Mucuposada Valle Encantado / San Ramón
Contacto: Félix Valero
Teléfono: 0416-1301063

Guiatura hacia Pozo Azul / Calderas
Contacto: Heisy Castro
Teléfono: 0416-8727183

Grados Alta Aventuras / Altamira de Cáceres
Contacto: Gregorio Montilla
Teléfono: 0416-8774540 / 0414-7408512



miércoles, 9 de septiembre de 2015

MARACAIBO COMO AMULETO


Los Cuentos de mi Tierra cumple este mes de Octubre dos años al aire y para recordar cómo empezó todo les narro  un trocito de la grabación nuestro primer destino de esta aventura.

He cruzado el puente sobre el Lago de Maracaibo de día, de noche, amaneciendo, a medianoche. No me es ajeno, con peaje y sin él, estudié mi carrera en esta ciudad y no solo la conozco, la quiero. Sin embargo, esta vez era diferente, una cosquillita extraña me atacaba el estómago a medida que el sol pasaba de rojizo a amarillo sobre las aguas que han sido motivo de canciones, de luchas ambientalistas e incluso de pensamientos suicidas.

Aunque yo llevo en esto de viajar y hacer programas de turismo un tanto más de lo que cree la gente, probablemente Los Cuentos de mi Tierra es lo más importante que en esta materia he realizado, porque es mío, mejor dicho, nuestro, nos ha costado lágrimas, sudor y sangre. No sé cómo será para el resto de los viajeros o los que hacen programas de televisión pero yo he dejado todo en un proyecto en el que creo, con el que sueño, al que cuido y al que por supuesto quiero. Soy de las que cree en la causa y el efecto, en las consecuencias, las casualidades y las causalidades, y tal vez mucho del camino que hemos recorrido tenga que ver con el comienzo de esta aventura.
Salimos a las seis de la tarde de Caracas aun cuando nos habíamos citado a las dos, era obvia la novedad, la independencia, aun cuando varios de los miembros del equipo teníamos harta experiencia trabajando en televisión, ninguno había sido su propio jefe hasta ahora, eso nos daba el lujo de demorarnos y nos hacía cometer el error de salir tarde. La demora en la hora de salida de Caracas fue la razón por la cual cruzábamos el puente Rafael Urdaneta a las cinco y media de la mañana, con cara de trasnochados, con ojeras casi imposibles de tapar con maquillaje. Lo cruzamos, para volver en tan solo tres horas a ese mismo escenario, pero esta vez para admíralo desde abajo.

Las ciudades venezolanas tienen tesoros que muchas veces no saben cómo utilizar a su favor. Con un espacio como el Lago de Maracaibo con todo y su contaminación es necesario buscar la manera de recorrerlo desde varios puntos de vista y en eso anda Damelis Chávez, aunque con sus trazos revolucionarios que no le dejan ver por completo el panorama, trata  que sean los niños los primeros en aprender sobre este espectáculo. Por eso ella fue nuestra primera entrevistada, queríamos mostrarle al televidente el puente por encima y  por debajo, y el sentimiento que genera en los habitantes de la ciudad. El recibimiento nos despertó de la somnolencia que traíamos, pues un conjunto de gaitas, una agrupación de joropo y decenas de niños en formación nos dieron la bienvenida; Damelis se sentía orgullosa de su proyecto y quería que no pasara desapercibida la oportunidad de mostrárselo a todos. Luego del protocolo subimos al Chiquinquireño, un catamarán privado que pasó a manos del sector público (una bonita manera de decir que fue expropiado). El área central estaba llena de computadoras con juegos interactivos para los niños, información sobre el lago que iban soltando poco a poco durante el viaje. Esto se combinaba con la experiencia de subir a la cubierta, ver los tanqueros y otras embarcaciones sobre el agua y finalmente llegar al puente, “mollejuo” como dirían por aquí, si se mira desde abajo. El punto central del recorrido consiste en pararse justo en la pila número veintiuno del puente, famosa desde su construcción pues muchos creen que es la más alta por el efecto visual que genera la forma de la estructura. Aunque la que está en el medio es la sesenta y siete todos creen que si se lanzan de la veintiuno el impacto será infalible.




Acalorados seguimos la jornada para transitar por encima del gigante de hormigón, esta vez acompañados por la gente de la Fundación Tranvía de Maracaibo; tienen cinco unidades que han vestido  de trenes con capacidad para treinta personas. Ellos han organizado varias rutas para conocer la ciudad y una de ellas incluye el paso al otro lado del puente para ir al pueblo de Santa Rita por el simple placer de comer un cepillado. Muchos dirán que esto no tiene mayor gracia, pero el calor en la capital zuliana es tan agobiante que bien vale la pena cualquier recorrido para refrescarse. Además se pueden escuchar datos interesantes  sobre la estructura que podrían utilizarse por si alguna vez uno decide ir a Quien Quiere ser Millonario. Edimar Madrid, la guía que hizo nuestro recorrido nos contó que la vía se construyó sobre ciento treinta y cuatro pilas que comunican al Estado zuliano con el resto del país. Nos dijo que la obra fue terminada en 1962 y que mide un poco más de ocho metros; todo esto mientras se nos hacía la boca agua pensando en los helados.
Maracaibo está lleno de carritos  con ruedas de bicicleta que transitan sus calles con un bloque de hielo en su interior dispuesto a ser raspado, y como en esta tierra el tema de las calorías pareciera no ser un problema pues lo acompañan con sabores artificiales y hasta leche condensada. La novedad de estos locales que se encuentran en Santa Rita es precisamente el sabor, el jugo que se agrega al  hielo raspado es de frutas naturales, delicioso coco, refrescante tamarindo, alegre fresa. Se siente como pasa por la garganta el frío que aligera calor aunque sea por unos minutos.





El apetito es algo que aquí no se puede controlar, no sé si por las altas temperaturas, o porque sí, en Maracaibo comen mucho. Con el estómago retorciéndose de hambre nos fuimos a caminar el centro de Maracaibo, para probar platos  típicos de la cocina zuliana.  Como conozco la ciudad voy directamente a donde sé que se puede saciar el paladar y obtener una buena grabación. En una de las pocas calles que quedaron de lo que era el barrio de  El Saladillo y ahora todos llaman La Calle Carabobo se encuentra Caribe Concert. Decir que es solo un restaurante es mentira, ellos se hacen llamar templete y por ahí va la cosa; en una gran estructura conviven varios ambientes, el principal al aire libre con una tarima  para espectáculos, un área VIP que desde arriba mira un barco y una piscina para los niños, y luego un restaurante pequeño en un espacio con aire acondicionado. Es allí donde se sirven precisamente los más suculentos platos que hacen reverencia a la comida zuliana. Lo más típico es la torta de plátano que no es otra cosas que  varias capas de tajadas fritas con jamón, queso y carne, una versión del pabellón donde colocan sobre una cama de caraotas dos bolas de plátano maduro relleno de carne mechada cubiertas con queso blanco, un arroz con coco y camarones que enamora en cada bocado, y  la macarronada, algo que no puede faltar en el menú. Este  es un plato con un sabor muy navideño, pues es en esa época donde los hogares de este suelo lo preparan. Tal vez este sería uno de los mejores representantes de la personalidad marabina; la macarronada tiene de todo, pero nada le queda mal, es exagerada, estrambótica, combina pollo, huevos duros, aceitunas, salchichas, tocineta, todos ingredientes principales, que brillan por separado pero que se amalgaman muy bien en esta receta. Comimos hasta quedar nuevamente con cara de sueño, el trasnocho cobraba cada vez más su cuota, pero sacamos fuerza para conversar con Augusto Pradelli  y Thamairys Bravo, los dueños del lugar. Pradelli es cineasta, ha hecho videos y comerciales, le gusta el brillo del espectáculo, los aplausos; por eso creó este sitio detrás del hotel Caribe, propiedad de sus padres. No hay que confundirse con su apellido porque es marabino hasta la médula, lo que se refleja en  su local  lleno de verdes, naranjas y amarillos, de techos muy altos, de personajes que caminan disfrazados por todos sus salones. Su esposa Thamairys hace las veces de anfitriona, ella anima los montajes que su marido prepara, verdaderas obras de teatro que se presentan cada fin de semana. Para este matrimonio todos los viernes se levanta el telón, para los que viven en esta ciudad, la llegada de este día indica el comienzo de la rumba.



Al siguiente día ya más descansados iniciamos las grabaciones en el Teatro Lía Bermúdez un espacio que fungió como mercado de la ciudad y que fue convertido por la artista que da origen a su nombre en centro cultural, en espacio para el arte. Sigo pensando que aquí nada se produce al azar, que las estructuras que engalanan o no las tierras marabinas han sido dispuestas para hablar sin palabras de la gente de este pueblo. Este centro fue durante cuarenta años el mercado municipal de Maracaibo, y a su lado comienza o termina la convulsionada Plaza Baralt, muy cerca se encuentra el llamado Callejón de los Pobres y un poco más allá un lugar llamado Las Playitas. Todos estos sitios son hogar de vendedores informales, esos que ofrecen de todo en medio del calor, el sudor y hasta la suciedad. Una vez encontré  vestidos de quince años, esponjados, con armadores que para probárselos había que improvisar unas cortinas que sostienen dos vendedores en medio de la carpa de venta. Pues bien, en medio de ese caos, de esa inyección de cotidianidad se encuentra este centro que es museo, sala de teatros y conciertos, tienda de arte y nuevo ícono de una comunidad. Me encontré aquí con un amigo; desde que comenzamos a darle forma al proyecto queríamos combinar varios placeres en uno solo, y la música es ese elemento que determina muchas cosas en la vida. Nos acordamos de un ex novio por una canción, un ritmo puede haber sido el motivo de la fiesta perfecta, una melodía nos hace llorar, sonreír, amar. Entonces como no darle su merecido lugar en un espacio que nos imaginamos siempre tan emotivo, un programa que estaba cargado de nuestros sentimientos. Esa era la razón por la que Nelson Arrieta (http://www.nelsonarrieta.com/), cruzaba en ese momento la puerta del Lía Bermúdez, esa y que además había sido mi compañero de universidad. Con el recorrería los pasillos de esta institución para ver las exposiciones, los rincones del edificio, la sala de conciertos, donde más de una vez él había cantado. Pero este no era el único lugar que Nelson quería que viera. Para los maracuchos, así suena más sabroso llamarlos, la devoción a la Virgen de la Chiquinquirá es algo muy importante; para muchos su día comienza con una visita a la Basílica donde se encuentra la imagen que fue descubierta hace cientos de años en una tablita, no importa a donde se dirijan ni de donde vengan. Nelson es igual, cada vez que puede la visita, me contó que le debe mucho de su carrera a la Virgen Morena, le agradece por su vida personal y le canta para rendirle homenaje. Fuimos entonces hasta el Paseo Ciencias, donde se ve grandísimo el templo a lo lejos. Otra  de los rasgos que forman el carácter de los habitantes de este suelo es su gusto por la magnificencia, por todo aquello que sea ostentoso, este santuario lo es. Tiene tres naves con puertas inmensas que introducen a dos pasillos laterales y uno central, con tres hileras de pesadas bancas blancas, adornadas con formas de arabescos en su espaldar. Un gran altar guarda una tabla de madera con la imagen de la Madre de Dios, y una corona que pesa diez kilos y tiene joyas preciosas. Hasta allá llegamos caminando con verdadero fervor, yo porque me crié católica apostólica y romana y Nelson Arrieta porque da gracias cada día a La Virgen que se venera en su tierra. Allí no solo hicimos imágenes del techo pintado con figuras angelicales, de nuestra caminata por el pasillo hasta el altar, de la gente que va a orar cada día, yo aproveché para pedir bendiciones para la nueva etapa que comenzaba,  larga vida para el proyecto, encontrarme con gente buena en el camino, sonrisas por doquier que tanto se necesitaban en ese momento y ahora más, y muchos kilómetros de aprendizaje. La Chinita me los ha concedido, todos esos deseos se han cumplido en dos años de recorrido. Debo ir ahora a darle las gracias por tanto.





Salimos de la iglesia para comernos un cepillado nuevamente, el calor de  Maracaibo es difícil de explicar, es algo que se sufre y se goza a la vez. Caminamos hacia la plaza del Rosario, frente a la iglesia. También colosal, con una Virgen de ocho metros, fuentes y bancas. Todo esto en algún momento formará parte de un complejo turístico que se terminará de construir algún día.




Como la intención del programa era mostrar el puente de Maracaibo desde varios puntos de esta metrópoli, terminamos las grabaciones en el Parque La Vereda del Lago, un complejo que se construyó a orillas del agua, donde la gente va a ejercitarse. Nosotros fuimos cuando ya caía el sol para montar bicicleta, allí las alquilan, lo malo de la idea era que ya todos estaban muy cansados para subir a una, las horas de sueño nunca se recuperan pensé yo; por lo visto tengo más energía que los cuatro hombres que trabajan conmigo, o por lo menos trato de aparentar fuerza, por eso tomé una, una cámara pequeña y me fui a grabar unos planos míos pedaleando. Mientras daba unas vueltas pensé que esta ciudad siempre me trajo suerte, una carrera, los mejores amigos, las personas que se convirtieron en mi familia escogida, porque entonces no escogerla como amuleto del inicio de algo bueno, así fue como Maracaibo se convirtió en el capítulo uno de nuestro proyecto de vida, y en mi amuleto de buenos presagios. 


No se que haría sin las fotos que Raymar Velásquez hace en cada uno de nuestros recorridos. Vamos mirando por ahí la vida, yo con mi cuaderno  de notas en mano, él a través de su lente.

domingo, 16 de agosto de 2015

ESTO ES VENEZUELA


Quiero compartir con ustedes un video con el que participamos  en la Quedada de Viajeros de Mi Nube en la FITUR en Madrid, en enero de este año. Esto es Venezuela. Espero que lo disfruten

domingo, 21 de junio de 2015

La Época del Hambre


He desarrollado en los últimos tiempos una afición por la cocina, sus preparaciones y sus ingredientes  que pudiera ser señal de dos cosas: una, que me estoy poniendo vieja y ya quedaron atrás los días en que me parecía un manjar un perro caliente a las dos de la mañana, o dos, que me he amoldado totalmente a la forma de ser de mi pareja, amante de la gastronomía y todo lo que esto conlleva.
Esto no quiere decir mi relación con la cocina sea nueva, siempre me ha gustado y creo que lo hago bien. Cocino cuando estoy feliz, porque al igual que describía a Tita Laura Esquivel en su libro Como Agua para  Chocolate, pienso que la relación con esta actividad es tan mágica que permite que quien la ejerce le transmita sus energías y sentimientos al plato que está cocinando. Así que siempre he tenido como amuleto de cocina la sonrisa, esa que me hizo crear un magnifico pan de cerveza en mi etapa universitaria, hacer las mejores tortas de jojoto que mis amigos hayan podido probar,  las costillas de cerdo que siempre recuerdan mis comensales o aquella ensalada a la que mi familia llama pichaque, pero que realmente no sé si ese será su nombre y  que acomodaba mi abuelita en las parrilladas que le encargaban sus clientes. Hoy no cocino mucho, el trabajo y otros sentimientos me han alejado de los fogones, pero si estoy en contacto con muchos chef, con muchos platos y veo por lo menos siete programas diferentes de cocina, para aprender de televisión y para aprender de gastronomía.
Disfrutando hace poco de Master Chef España, uno de los realitys que más llaman mi atención porque cumple con todos aquellos ítems que se propone un espacio televisivo que busca enganchar a la audiencia para al final lograr un alto rating que se traduce en decenas de anunciantes, se me quedó grabada una frase dicha por el chef Juan Mari Arzak “la época del hambre”. El capítulo en cuestión pretendía que los aspirantes a obtener el título de Master Chef  cocinaran un plato único y delicioso con restos de comida, con las sobras. Arzak, a quien llamaron los jueces, el padre de la gastronomía española les explicaba a los concursantes que cocinar con desechos era una de las premisas de un buen chef, donde se sabría de qué madera estaba hecho. A esto él lo llamó “cocina de aprovechamiento”. Lo que me transportó nuevamente al país donde vivo, Venezuela, donde por lo menos en los últimos dos años eso es lo que ha tratado de hacer el venezolano, aprovechar lo que hay para cocinarlo.
La historia del hambre en España narra las diversas consecuencias que provocaron carencia de alimentos básicos  producto de la devastadora Guerra Civil que acababa de vivir ese país en los años cuarenta del siglo XX. Los relatos son dolorosos pero nada extraños, pudieran ser coincidentes con cualquier realidad. Durante esos años la interrupción en la cadena agrícola y la de distribución trajo como consecuencia la carestía, lo que obligó, según las estadísticas de la época a emigrar a unos 300.000 españoles de sus tierras. Relatan los libros que en 1939 se implantó un racionamiento de alimentos para la población que muy pronto se descubrió carecía del valor nutritivo necesario para la subsistencia del ser humano. Además este suministro era irregular e imprevisible, pues durante semanas se surtía de, por ejemplo, aceite, bacalao y jabón, y otras de sopa, azúcar y huevos. Esto trajo como consecuencia algo llamado el estraperlo que era un comercio ilegal de artículos intervenidos al que solo un grupo tenía acceso. Lo cierto de toda esta historia es que los españoles aprendieron que con las conchas de papa podían preparar un plato digno de colocar en la carta de cualquier restaurante y con ratas de campo un festín. En 1938 Ignási Domench i Puigercos, gastrónomo y editor catalán  publicó  un documento llamado “Cocina de Recursos”, lo que fue considerado como un clásico de subsistencia donde se demuestra que a  falta de medios, la imaginación y el ingenio son capaces de hacer milagros.
Este relato me trajo nuevamente a mi realidad, porque estaba en el supermercado y no había carne, o pollo, sólo riñonada de cerdo, chivo y sardinas. Nada de lo que comúnmente el venezolano considerara como un plato decente en su mesa. Recordé entonces que yo si me crié con esos sabores. Cuando la franja de los treinta se hace muy estrecha, comienzas a recordar tu vida, como si ya fueras en cuenta regresiva. Cuando estás en los veinte miras hacia adelante, levantas los brazos y gritas desenfrenado; veinte años después se ve hacia atrás con nostalgia, se valora lo que antes no y se recuerda, lo obvio. Para mí lo obvio es que conviví de cerca con esa cocina del aprovechamiento; del lugar donde vengo, había que utilizar todo. Mi papá por costumbre y crianza nos preparaba desde pequeños, y aun cuando ya nos habíamos venido a vivir a Venezuela,  hígado, riñón, corazón y cualquier otro órgano de la vaca, cangrejo los fines de semana, calentado para los desayunos (esas son las sobras de la comida del día anterior revuelta y preparada con huevo frito). Mi abuela en Colombia,  cada noche aparecía justo a las diez en la esquina de la casa con un paquete en sus manos, una bolsa que resguardaba una gran olla de aluminio y que abría al legar a la cocina. En ella las sobras del restaurante donde trabajaba, con estas hacía la cena de siete hijos y tres nietos, mis hermanos  yo que vivíamos en Venezuela veíamos la escena solo en temporada vacacional, nos parecía rico probar retazos de sobre barriga, trozos de yuca, papa y mucho arroz. Tiempo después comprendí que eso formaba parte de la situación económica con la que convivían mis tíos y que esa era su dieta diaria. Mi abuela en la década del setenta fue dueña junto a mi abuelo de uno de los restaurantes más conocidos de la ciudad de Cúcuta en Colombia, un local que dibujaba pinceladas de las nacionalidades de ambos en sus platos. Parrilla uruguaya hacía Lauro Rodríguez en las brasas y Neyla García dejaba colar los olores de sus fríjoles en los fogones. La mala suerte hizo que el patriarca de la familia nos dejara muy temprano, tanto que ni yo que soy la nieta mayor lo conociera. Se perdió entonces todo y si antes fue gerente, años después se desempeñó como cocinera de una fonda para criar a sus hijos y poder llevarles un plato de comida en las noches. Esa era su época del hambre.



En Venezuela no se reparaba, se sustituía, las vísceras eran comida de perro, los cortes de lomito, milanesas de pollo y filetes de curvina eran parte de la compra de una familia de clase media. Si le preguntabas a una miss venezolana cual era el plato típico del país, no dudaba en contestar que este era el pabellón, sólo alguna “creativa” se aventuraba a afirmar que se trataba de la “ropa vieja”.  La confusión pudiera ser válida, la mezcla de culturas en este país sobrepasaba sus propios límites; cuando otras naciones estaban en guerra, aquí había bonanza petrolera. Italianos, españoles, portugueses, ecuatorianos, peruanos, colombianos llegaron en diferentes periodos. Siempre fueron recibidos con los brazos abiertos, y de esta forma se adoptaron culturas y se absorbieron gastronomías. Tanto que por un momento se olvidó la propia. Esa que desde finales de la década del ochenta investigadores como José Rafael Lovera se propuso resaltar, esa que el chef Héctor Romero llama la herencia. Alguna vez me dijo Sumito Estévez, cocinero venezolano, que su generación se formó aprendiendo las técnicas de la cocina francesa e italiana, que la aspiración de los chef consistía en preparar a la perfección esos platos perdiéndose así los sabores propios. Por eso en la actualidad se busca su reivindicación, se escarba en lo profundo de la memoria gastronómica venezolana. Lo ha hecho Carlos García en su restaurante Alto donde las estrellas y con mucho éxito son los espaguetis con sardinas, lo hace Helena Ibarra que dice querer ser la embajadora de las carotas negras, lo expresa Mercedes Oropeza con ese menú con visos de venezolanidad que ofrece cada día en su restaurante Amapola, lo hace el mismo Sumito, enalteciendo el dulce de piñonate que hacen las mujeres margariteñas, convirtiéndolo en bombón, pero reconociendo que este no fuera nada sin la contribución de esas manos que hacen la mezcla.


Esa búsqueda de identidad ha despertado una nueva generación de cocineros, jóvenes que son un cúmulo de conocimientos, buenos maestros, banderas de siete estrellas, banderas de ocho estrellas, escudos con caballos mirando a la derecha o a la izquierda, marchas, guarimbas, presos políticos, pero sobre todo escases de los alimentos. Estos nuevos cocineros se las tienen que ingeniar para presentar sus creaciones, para conseguir los ingredientes; tal vez eso los ha orientado hacia la investigación, a mirar hacia los primeros tiempos  y a encontrar probablemente una de las cocinas más ricas y amplias del continente americano. Eso dice Harry Rivero, cocinero larense, orgulloso de pertenecer a las filas del Centro de Estudios Gastronómicos. Se ha dedicado a recorrer Venezuela para probar sus sabores personalmente. Su aprendizaje lo pone en práctica en el restaurante la Cantata. La vista privilegiada que tiene de la ciudad de Caracas y el amor por la cocina le han permitido  dar rienda suelta a su creatividad. El menú que ofrece se pasea por Venezuela y su historia, permitiéndole al comensal disfrutar de una ensalada de mango. Dice Harry que no hay venezolano que no haya comido uno por lo menos una vez en su vida, ese sabor remonta a la infancia, a los juegos, a la casa de los abuelos. Hace honor Rivero al asado negro, con esos toques dulces que le aporta el papelón. Le permite dar a conocer a los más jóvenes el Juan Sabroso, un dulce de batata, coco y especias. Todo esto lo prepara mirando hacia un molcajete herencia de su abuela, dos piedras de rió que le recuerdan cuando comenzó a enamorarse de la cocina.



Pedro Castillo por su parte se propuso poner nuevamente en el tapete la cocina cumanesa, preparaciones que tienen más de cien años y que él piensa recolectar y poner a la orden de todos los chef que deseen prepararlas. Con él conocí la olla playera, una sopa que asegura él es oriunda de la primogénita del continente, que se hace con un caldo claro, un guiso de ají dulce y cebolla, camarones y pescado frito. Castillo va por ahí como predicador hablando de las bondades de la comida de su tierra, se siente orgulloso de Sucre y por eso quiere que todos lo conozcan desde el paladar.


La historia gastronómica de Gabriel De Pablos lo lleva a migrar a Maturín. Quería abrir un local con ciertas características que solo esa ciudad y su economía con respecto a la capital de Venezuela le podían dar. La suya es una propuesta que más que rescatar las recetas de las abuelas, pone en primer plano los ingredientes. De Pablos trabaja con los productos que el Estado Monagas le provee, lo hace por ejemplo con la siembra de Caripe que es maravillosa, grandes pimentones, tomates frescos, el llano de este Estado le provee leche de primera calidad, la que usa en sus postres. Lo que pretende es que la gente coma bien, que no busque fuera lo que ya existe aquí adentro.





La experiencia de comer en Ajilao es como asistir a una clase preparaciones caroreñas. Pizzas con caraotas y chivo, tostadas con chorizo, postres con queso de cabra se muestran atrevidamente en su carta. Su chef, Ramón Fernández no vacila en explicar que se trata de  resaltar ingredientes que antes la gente rechazaba por considerarlos económicos.


Hoy en día en este país, nada es económico, la crisis nos ha enseñado además que todo es utilizable, nuestros ancestros aprovecharon de la tierra todo lo que ella les daba, solo que en alguna parte del camino tal vez pensamos que ellos se habían equivocado. Hace dos años fui a la Guajira y viví una de las mejores experiencias de vida que pude haber tenido. Con algunos miembros de la etnia wayuu quise pasar varios días según sus normas de convivencia, compramos entonces un ovejo para alimentarnos, de él comimos su carne asada y guisada, con la cabeza hicimos sopa, con sus  órganos se preparó friche (vísceras fritas), con su sangre rellenaron unas deliciosas arepas,  su cuero finalmente se puso a secar para forrar unos muebles. Eso me hizo darme cuenta que hacia allá vamos, a apreciar lo que tenemos, a conservar las tradiciones, a reivindicar la nacionalidad a través de la comida. Tal vez esta sea nuestra época del hambre, pero quizás se trate de una era distinta. Con todo lo que he probado en mi recorrido por Venezuela, me he dado cuenta que uno solo no hace la diferencia, pero estoy contenta porque son muchos los que tratan de hacerla.



Todas las foticos de esta entrada son tomadas por Raymar Velásquez (@raymarven)

viernes, 19 de junio de 2015

Por el Camino de los Españoles

He visitado cuatro veces en mi vida San Esteban Pueblo y nunca había siquiera intentado transitar sus caminos de tierra. Reconozco que soy perezosa, que eso de caminar no va conmigo, y cada vez que me decían “son unas tres horas hasta el Puente Ojival”, utilizaba la excusa de que eso nos haría perder tiempo de grabación, pero esta vez sería diferente, quería aventurarme aunque fuera un poco en ese bosque que conforma este Parque Nacional de unas cuarenta y cuatro mil hectáreas que hace vida en el Estado Carabobo.
Llegamos al pueblo a las nueve de la mañana, solo hace unos quince minutos habíamos salido de Puerto Cabello, así de corto es el trayecto. Nuestra intención era hacer no solo el recorrido sino visitar a algunos personajes de esta comunidad. Este caserío tiene la particularidad de estar dentro de Puerto Cabello que tiene muy cerca  su mar pero conservar el ambiente de un poblado de pie de monte. De viejos caserones San Esteban rememora una época de bonanza ahora desolada.  Las casas que adornan la calle principal  tienen nombres y apellidos; pertenecieron a los Capriles y a los Römer, pero para sus habitantes la distinción que vale es la del caserón que perteneciera al  General Bartolomé Salom, que este héroe de la independencia haya escogido el pueblo para fijar su residencia es motivo de orgullo para la comunidad del presente. En las ruinas de su casa me esperaban Felix Noguera y María Betancourt, el primero la cuidó  durante algunos años, la segunda es la actual coordinadora del recinto. Este pareciera ser un honor  que se confiere en el pueblo, y quien lo merece se siente orgulloso de resguardar estas ruinas. Sin embargo, nunca nadie estará nunca tan feliz de recorrer los espacios donde alguna vez hubo paredes y techo como Virginia de Mieres, en vida ella se autoproclamó albacea de esta estructura, su amor por el General Salom y su obra era tan grande que decidió mudarse a un cuartico que se construyó en las inmediaciones para que sirviera de bodega; ella decía que sentía la presencia del militar, que sabía cuándo su espacio sería vulnerado, por eso prefirió estar cerca para cuidarlo. Le pidió a Luis Herrera cuando era presidente que le ayudara a rescatar el sitio y él lo hizo, esa escultura de Bartolomé Salom, obra de Alexis Mujica, sentada en una hamaca que se puede apreciar en una de las salas de la vivienda es el único arreglo que pudo hacerse en ese terreno. Virginia murió y no pudo ver realizado su sueño. Planificaciones van y planificaciones vienen; se proyectó un café, una biblioteca y una tienda de artesanía, ninguna ha visto luz en un lugar que debería ser tratado como lo que es, Patrimonio Histórico de Carabobo.





Por ahora María cumple la función de mantener limpios los pisos y evitar que los muchachos del pueblo se metan a hacer travesuras. Indica que el General Bartolomé fue una importante figura, fiel a sus ideales y amante de la libertad, solo que la gente no lo conoce porque no hay suficiente bibliografía sobre él “así como la hay de Bolívar”. Me dijo que el pueblo gira alrededor de esta casa aunque aún no se quiera dar cuenta, que sin ella los turista no conocerían las leches de burra de Abraham Vides o las hallacas con queso de su hermano Arístides, tampoco comprarían los besitos de coco y los tostones de María Paleta, que se para cada sábado y domingo frente a la vivienda, esperando a los turistas que vienen a ver los restos de un pasado.
Sin embargo, María Rodríguez dice que su fama se la hizo ella solita, reconoce la ayuda de Francisco Pacheco, quien fuera cantante de aquella agrupación tradicional llamada Un Solo Pueblo. Solo hay que llegar a su casa para comenzar a escuchar la historia de que el artista visitaba siempre la zona y cuando tocaba a su puerta la veía trabajando, batiendo la masa para sus tortas, sus besitos y sus papitas de leche, él le prometió una canción y por eso asegura que María Paleta es un himno a su trabajo. Llegué a su hogar y como era de esperarse estaba batiendo en una olla los ingredientes para uno de sus dulces, pero no solo eso, ya tenía sobre un gran mesón, una torta de ocumo y otra de ñame, dulce de tomate, unas mermeladas, besitos de coco, tostones, galletas, ponquesitos, suspiros, polvorosas, dulce de piña, de leche y una hermosa gelatina decorada con la rosa de la montaña, flor típica de este pueblo. Había cocinado toda la noche junto a su vecina Betzaida Pacheco, se esmeró en mostrar que este lugar tiene mucho por ofrecer, me explicó que San Esteban la recibió con los brazos abiertos cuando llegó desde Petare buscando nueva vida “es lo menos que puedo hacer por un lugar que me ha dado tanto”. Desde su punto de vista podría hacerse mucho más por fomentar la llegada de turistas pero reconoce que la gente aquí es perezosa “quiere ganar de una vez y eso hay que hacerlo poco a poco”. Ella mientras tanto sigue en los suyo “dando paleta”, así se honra a ella misma y enaltece a un pueblo al que no pertenece pero siente como suyo.



La sorpresa no terminó con el mesón lleno de dulces, sino con la frase “eso es tuyo, llévatelo”, he ahí la respuesta a las preguntas de los insensibles que me juzgan  porque no rebajo esos kilitos de más; como se rechaza tanta amabilidad, como se le  dice que no a tanta dulzura. Así que con el carro lleno de postres continuamos a buscar algo salado antes de emprender el camino; eso nos condujo al hogar de la familia Vides, porteños que son legendarios en este caserío, como legendarias son sus hallacas que comenzaron a cocinarse en los fogones de este caserón hace más de treinta años. Me explicó Arístides que su madre para hacer más entretenido este plato tan típico de la navidad venezolana decidió hacerlo todo el año y así la gente no lo extrañaría, pero además comenzó a ponerle ingredientes poco usuales a la receta, así le salieron hallacas con fresas, piña en almíbar, duraznos y su clásico, la hallaca con queso. Cuando llegué hacía ochenta que le encargaron para llevar, pero por lo menos una pude saborear para no irme sólo con el aroma. Lo que si pude ver y probar a mis anchas fueron los brebajes que prepara Vides, pócimas que según él han hecho felices a más de uno y que le han dado (según su exagerada cuenta) unos seiscientos nietos putativos. “todos vienen buscando cura a sus enfermedades o pretendiendo concebir una nueva vida y según el curandero las ramas de los bosques de San Esteban tienen la propiedad de remediarlo casi todo. La verdad es que las pócimas saben horribles, pero los clientes hacen caso omiso al mal sabor, pues por menos cuatro parejas llegaron buscando consuelo en el momento que conversaba con Arístides.


  Para comenzar la travesía tenía que ir a la comunidad de campanero donde está el puesto de guardaparques, ahí ya Jesús Jiménez me estaba esperando. Él  trabaja hace más de nueve años con el Instituto Nacional de Parques, es oriundo de Patanemo pero ha vivido siempre en San Esteban; ha perdido la cuenta de cuantas veces ha recorrido El Camino de los Españoles, lo quiere y resguarda. Me indica en un mapa la vía, dice que son dos horas, no le creo. En este trabajo he aprendido que la ansiedad de las personas por mostrarnos sus espacios hace que reduzcan el tiempo de tránsito a su llegada, probablemente piensan que me arrepentiré. Le digo que llegaremos hasta donde nos alcance la luz y comenzamos la caminata, la misma que hacen unos cien mil turistas al año,   esa que nos deja ver en primera instancia la antigua toma de agua de la empresa Hidrocentro. Jesús me explica que el río que baja por este sendero surte a gran parte del pueblo y un poco más allá. Nos detenemos, vemos que hay basura, no mucha, pero cualquier desperdicio produce rabia, Jesús dice que siempre le dice lo mismo al turista “la basura pesa menos de regreso que cuando se trae”. 



Seguimos la ruta y los árboles se van juntando, el camino de tierra se cierra y las aves se sienten más libres de entonar  sus cantos. Pasamos pequeños precipicios, nos rodean bellas mariposas azules, vemos pequeños riachuelos, pasamos por encima de algunos troncos caídos y comienza a llover, una de esas lluvias que limpia el alma. Transcurren las dos horas que nos había asegurado Jaime que duraba el recorrido y aún no vemos el puente, veinte minutos más tarde se abre ante nuestros ojos un pozo cristalino y algo profundo, rodeado de vegetación, profunda, alta. Es imposible no querer lanzarse a sus aguas, entregarse a la naturaleza. Nos quedamos durante un rato contemplando el lugar, viendo como un colibrí se bañaba en las aguas del río. Jaime explica que estamos a mitad de camino del puente que alguna vez cruzaron los españoles para transportar café  y cacao entre Valencia y Puerto Cabello. Decidimos devolvernos porque ya es tarde, pero prometemos volver para completar la ruta, para conectarnos nuevamente con la soledad del espacio y hasta con el pasado.









Fotos: Raymar Velásquez (@raymarven)